Reunidos en el nombre del Señor Jesús
celebramos la Misa Crismal en la que, en presencia del pueblo de
Dios, los sacerdotes renovamos la acogida del don que hemos recibido
por la imposición de las manos en el Sacramento del Orden.
El hecho de que esta renovación se
lleve a cabo en una celebración marcada por la bendición del óleo de
los enfermos y de los catecúmenos, y la consagración del Santo
Crisma, nos recuerda a los obispos y presbíteros, que somos
ministros de los Sacramentos y dispensadores de los misterios de
Dios en su santa Iglesia.
La liturgia de
este día hace visible a la Iglesia de Jesucristo en el modo más
pleno que pueda manifestarse. Convocada y reunida por la predicación
de la Palabra, la celebración de los sacramentos y la presencia del
ministerio apostólico, se cumplen aquí y ahora las palabras del
Concilio:
conviene que todos tengan en
gran aprecio la vida litúrgica de la diócesis en torno al Obispo,
sobre todo en la Iglesia catedral; persuadidos de que la
principal manifestación de la Iglesia se realiza en la
participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las
mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la misma
Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar donde preside
el Obispo, rodeado de su presbiterio y ministros”
(SC 41).
La Iglesia Diocesana se reúne aquí esta
mañana en torno a su pastor para la bendición de los santos óleos,
que son instrumentos de la salvación de Cristo en los diversos
sacramentos: bautismo, confirmación, orden sagrado y unción de los
enfermos.
Como acabamos de oír, hoy se cumple la
escritura que acabamos de proclamar, pues el poder del Espíritu
fecunda de nuevo a nuestra Iglesia para salvar al hombre, redimirlo
de sus esclavitudes y conducirlo a la plenitud de la vida divina por
la fuerza de los sacramentos pascuales.
El Espíritu desciende sobre el pueblo
de Dios como descendió sobre Cristo, el Ungido de Dios, para hacer
de la Iglesia el instrumento de la evangelización y santificación de
los hombres. La Iglesia, nuestra Iglesia diocesana, aparece así como
la estirpe que bendijo el Señor para que todos los hombres, pueblos
y naciones, reciban la salvación.
En esta celebración de hoy se pone de
relieve el peculiar dinamismo de la vida de la Iglesia. Es decir,
somos, como leemos en la Lumen Gentium, “un Pueblo Mesiánico” (cf.
LG 9). Un pueblo ungido para salvar al mundo. Dicho de otra forma,
somos un pueblo con una misión salvífica, justamente porque hemos
sido salvados y estamos preñados de salvación.
Todos los cristianos somos ungidos por
el Espíritu Santo
La Palabra de Dios que acabamos de
proclamar en el Evangelio de Lucas nos recuerda que somos
“ungidos” y “consagrados” con la fuerza del Espíritu
Santo, para “dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a
los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista;… para anunciar el
año de gracia del Señor”.
Todos nosotros, como fieles del pueblo
santo de Dios que somos, hemos recibido con el Bautismo y la
Confirmación, la configuración con Cristo; hemos sido incorporados
al Pueblo de Dios, todo él sacerdotal y profético, para ofrecernos
como oblación pura y agradable a Dios y para proclamar con nuestra
vida el Evangelio de la salvación.
Al consagrar hoy el Santo Crisma y
bendecir los Óleos, estamos celebrando la unción del Espíritu sobre
cada uno de nosotros y sobre todo el pueblo de Dios. La unción con
el crisma y los óleos que se hizo en nuestro cuerpo fue signo e
instrumento de la Unción del Espíritu en nuestras personas.
Jesús se proclamó ungido, lleno,
empapado por el Espíritu. El Espíritu del Señor lo consagró y
lo envió a dar la buena noticia a los pobres, a liberar
a los cautivos, a dar vista a los ciegos, la libertad a los
oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor.
Pues bien, en primer lugar, nosotros
somos esos pobres, esos cautivos, esos
ciegos, esos oprimidos. Pobreza, ceguera,
opresión, esclavitud,… son palabras que con una fuerza muy especial
muestran la parte dolorosa del hombre y su raíz más profunda: el
pecado y el egoísmo humano, de los que cada uno de nosotros somos
cómplices y víctimas a la vez. Necesitamos ser liberados de la
opresión de la que somos víctimas y, también, de nuestra
participación en la opresión que sufren los demás.
Agradecidos, reconocemos que por
nosotros y para nosotros Cristo fue ungido. Por nosotros
y para nosotros, Él asumió generosamente y hasta sus últimas
consecuencias, sin quejas y con prontitud, la misión del Espíritu.
Y a nosotros, salvándonos, nos
incorporó a Él. A nosotros nos entrega el mismo Espíritu que a Él lo
ungió, lo consagró y lo envió. En distintos modos y grados nos
unge con su Espíritu, para que como Él, y con su misma Unción,
realicemos su misma misión de evangelizar a los pobres, devolver
la vista a los ciegos, liberar a los oprimidos, llevar la salvación
de Dios a todos los hombres. Solidarios en la misma situación y
condición que los demás, los creyentes, por Jesús y por la unción
que de Él recibimos, estamos también destinados a curar, a sanar, a
restañar como Él lo hizo.
Bautizados, confirmados y ordenados,
cada uno con modos propios de realizarla, tenemos la misma
misión: ir al hombre a anunciarle y a hacerle visible la
salvación de Jesús. En cada lugar y en cada ambiente se espera que
cumplamos esta misión. Catequesis, Liturgia, Cáritas, la Enseñanza
Religiosa, las Escuelas Católicas, los Centros Asistenciales,… en
fin, toda la acción pastoral en sus diferentes áreas son los modos y
los cauces cómo los fieles, laicos, consagrados y sacerdotes,
estamos impulsados a concretar la misión de Jesús.
Por eso, todos, hoy celebramos y
renovamos la gracia de nuestro Bautismo por el que somos
hijos de Dios, de nuestra Confirmación por la que somos
testigos de Cristo y –los sacerdotes de modo particular—
celebramos y renovamos la gracia de nuestra Ordenación por la
que somos instrumentos de Cristo, Cabeza y Pastor de la
Iglesia. Las palabras del
Evangelio: “El Espíritu de Dios está sobre mí…” nos conciernen
directamente a todos.
La eficacia de estos sacramentos,
signos eficaces de la gracia divina, deriva del Misterio Pascual, de
la muerte y resurrección de Cristo. Del Costado de Cristo traspasado
por la lanza, “manó sangre y agua”. Esa es la fuente de la
salvación. Cristo es el verdadero manantial, aquella fuente que
anunció Ezequiel cuando habló del agua que brotaba debajo del templo
de Jerusalén, que hacía surgir la vida por en los lugares más secos
por donde pasaba y purificaba el mar de las aguas salobres.
No es de extrañar, por tanto, que la
Iglesia sitúe esta Misa Crismal en el umbral del Triduo Pascual, en
que celebramos que Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, con el
supremo acto sacerdotal se ofreció al Padre como rescate por toda la
humanidad.
El Único Sacerdocio de Cristo realizado
en la Iglesia
“Aquel que nos amó, nos ha librado por
su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de
nuestro Dios” (Ap 1,6).
Estas palabras, que hemos escuchado en la lectura del libro del
Apocalipsis enmarcan justamente el sentido de nuestra celebración.
La Misa Crismal hace memoria solemne del Único Sacerdocio de Cristo
y expresa la vocación sacerdotal de la Iglesia en su doble
dimensión de sacerdocio de los fieles y sacerdocio ministerial.
"Ha hecho de
nosotros un reino de sacerdotes".
Esta expresión la hemos de entender bajo dos perspectivas. Por una
parte, como nos enseña el Vaticano II, se aplica a todos los
bautizados, que "son consagrados como casa espiritual
y sacerdocio santo para que ofrezcan, a través de las obras propias
del cristiano, sacrificios espirituales" (LG 10). Todo cristiano es
sacerdote. Se trata aquí del sacerdocio llamado "común", que
compromete a los bautizados a vivir su oblación a Dios mediante la
participación en la Eucaristía y en los sacramentos, en el
testimonio de una vida santa, en la abnegación y en la caridad
activa.
Por otro lado, la afirmación de que
Dios "ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes" se refiere a los
sacerdotes ordenados como ministros, es decir,
llamados a formar y dirigir al pueblo sacerdotal, y a ofrecer en su
nombre el sacrificio eucarístico a Dios en la persona de Cristo.
Así, la misa "Crismal" hace memoria solemne del Único Sacerdocio de
Cristo y expresa la vocación sacerdotal de la Iglesia, en particular
del obispo y de los presbíteros unidos a él. Nos lo recordará dentro
de poco el Prefacio: Cristo "no sólo confiere el honor del
sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de
hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la
imposición de las manos, participen de su sagrada misión" (Prefacio
de la Ordenación).
El ministro
ordenados transparencia de Cristo Cabeza y Pastor de la Iglesia.
"El Espíritu del
Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado..."
(Lc 4, 18).
Queridos
sacerdotes, estas palabras del Evangelio de hoy, que a su modo se
pueden aplicar a todos los miembros del pueblo de Dios, nos
conciernen a nosotros de un modo peculiar. Estamos llamados, por la
ordenación presbiteral, a compartir la misma misión de Cristo
Cabeza y Pastor de la Iglesia. Hoy
hacemos memoria del don recibido de Cristo, que nos ha llamado a una
participación especial en su sacerdocio, y ante el pueblo de Dios
renovamos juntos la acogida de este don y las promesas sacerdotales
que hacen visible y auténtica esa acogida.
Con la bendición de los Óleos, y en particular
del Santo Crisma, queremos dar gracias por la unción sacramental
recibida en la ordenación sacerdotal. Como ya sabemos, la unción es
un signo de fuerza interior, que el Espíritu Santo concede a todo
hombre llamado por Dios a particulares tareas al servicio de su
Reino.
Y nosotros, en concreto hemos sido llamados,
nos enseña Pastores dabo vobis, “a prolongar la
presencia de Cristo, Único y Supremo Pastor, siguiendo su estilo de
vida y siendo como una transparencia suya en medio del rebaño que
les ha sido confiado.
Los presbíteros son, en la Iglesia y para la
Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo Cabeza y
Pastor,
-
proclaman con autoridad su palabra;
-
renuevan sus gestos de perdón y de
ofrecimiento de la salvación, principalmente con el Bautismo, la
Penitencia y la Eucaristía;
-
ejercen hasta el don total de sí mismos,
el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y
conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu.
-
En una palabra, los presbíteros existen y
actúan para el anuncio del Evangelio al mundo y para la
edificación de la Iglesia, personificando a Cristo, Cabeza y
Pastor, y en su nombre” (PDV 15).
La santidad del sacerdote condiciona la
eficacia de su ministerio
Nuestra razón de ser es “prolongar la
presencia de Cristo”. Es Cristo quien santifica a través del
sacerdocio ministerial. Él es autor de los sacramentos y es Él quien
dota de eficacia interior a la palabra de la predicación. Y eso
hasta el extremo de que la indignidad del ministro no priva de
virtualidad al sacramento.
Sin embargo, la discordancia entre la
objetividad del sacramento y la subjetividad del que lo administra
constituye un contrasentido. La tradición cristiana, a la vez que
mantiene el dato dogmático —la autoría de Cristo en el sacramento—
ha subrayado la exigencia de santidad que el sacerdocio ministerial
implica.
Como nos enseña Pastores dabo vobis:
“No hay duda de que el ejercicio del ministerio sacerdotal,
especialmente la celebración de los Sacramentos, recibe su eficacia
salvífica de la acción misma de Jesucristo, hecha presente en los
Sacramentos. Pero por un designio divino, que quiere resaltar la
absoluta gratuidad de la salvación, haciendo del hombre un «salvado»
a la vez que un «salvador» —siempre y sólo con Jesucristo—, la
eficacia del ejercicio del ministerio está condicionada también por
la mayor o menor acogida y participación humana. En particular,
la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el
anuncio de la Palabra, en la celebración de los Sacramentos y en la
dirección de la comunidad en la Caridad.
Lo afirma con claridad el Concilio: «La santidad misma de los
presbíteros contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del
propio ministerio; pues, si es cierto que la gracia de Dios puede
llevar a cabo la obra de salvación aun por medio de ministros
indignos, sin embargo, Dios prefiere mostrar normalmente sus
maravillas por obra de quienes, más dóciles al impulso e inspiración
del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y la santidad de
su vida, pueden decir con el Apóstol: "Pero ya no vivo yo, sino que
Cristo vive en mí" (Gál 2, 20)” (PDV 25).
Renovamos la acogida del don recibido
en la ordenación sacerdotal
Dentro de un momento renovaremos las
promesas sacerdotales.
Es decir, renovaremos la acogida del don que se nos hizo en la
ordenación sacerdotal. Renovaremos el firme propósito de ser
imagen cada vez más fiel de Cristo, Sumo Sacerdote. Él, buen Pastor,
nos llama a seguir su ejemplo y a ofrecer día tras día la vida por
la salvación de la grey que se ha encomendado a nuestro cuidado. Nos
llama a ofrecernos nosotros mismos, no sólo un tiempo y unas
tareas. Por tanto, no se trata sólo de una renovación o
propósito de continuidad, sino de una “renovación de calidad”.
Esta renovación que hoy hacemos tiene
gran importancia para nuestra vida sacerdotal, pues nos sitúa en la
esencia de aquello que somos por el sacramento del orden: “Es
esencial, para una vida espiritual que se desarrolla a través del
ejercicio del ministerio, que el sacerdote renueve continuamente y
profundice cada vez más la conciencia de ser ministro de
Jesucristo, en virtud de la consagración sacramental y de la
configuración con Él, Cabeza y Pastor de la Iglesia” (PDV 25).
Renovar las promesas sacerdotales es
caer en la cuenta, de nuevo y más plenamente, de que nuestro
ministerio no es una mera función o profesión eclesiástica, —incluso
aunque de modo práctico hagamos las cosas bien— sino asumir
existencialmente que en el ejercicio del ministerio está
profundamente comprometida la persona consciente, libre y
responsable del sacerdote.
El sacerdote no es un funcionario al
que le bastaría hacer bien la cosas, pues “su relación con
Jesucristo, asegurada por la consagración y configuración del
sacramento del Orden, instaura y exige en el sacerdote una posterior
relación que procede de la intención, es decir, de la voluntad
consciente y libre de hacer, mediante los gestos ministeriales, lo
que quiere hacer la Iglesia. Semejante relación tiende, por su
propia naturaleza, a hacerse lo más profunda posible, implicando la
mente, los sentimientos, la vida, o sea, una serie de «disposiciones»
morales y espirituales correspondientes a los gestos ministeriales
que el sacerdote realiza” (PDV 25).
Por eso, debemos centrar nuestra
renovación en la voluntad de implicar plenamente “alma, corazón y
vida” en el ministerio que realizamos, para no quedarnos en meros
actores que no sienten ni viven lo que hacen.
Cuando en la ordenación de diácono se
nos entregó el Evangelio, se nos dijo
“Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido
mensajero, convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe
viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado”. Y
nosotros respondimos “amén”. Hoy vamos a renovar aquel amén
con mayor conocimiento de causa y con mayor voluntad de plasmarlo en
nuestra vida.
Asimismo, cuando en la ordenación presbiteral
se nos entregó el cáliz, dijimos “amén” a estas palabras:
“Considera lo que realizas, imita lo que conmemoras y conforma tu
vida con el misterio de la cruz de Cristo”. Actualizar el
amén que dijimos entonces es reafirmarnos en nuestra voluntad de
imitar a Cristo en la entrega de
sí mismo y su de actitud servicio hasta las últimas consecuencias,
es decir, realizar en nuestro ministerio la caridad pastoral de
Jesucristo, no sólo en lo que hacemos sino en la entrega de nosotros
mismos. Porque, como nos enseña el
Concilio, «la caridad
pastoral fluye ciertamente, sobre todo, del sacrificio eucarístico,
que es, por ello, centro y raíz de toda la vida del presbítero, de
suerte que el alma sacerdotal se esfuerce en reproducir en sí misma
lo que se hace en el ara sacrificial»
(PO 14) .
El sacerdote, que representa a Cristo,
participa de su condición de Cabeza y Pastor de la Iglesia. La
actividad sacerdotal tiene su centro en las celebraciones
sacramentales, pero no se reduce a eso, sino que se extiende a toda
una amplia gama de tareas en servicio de la comunidad cristiana, que
también han de estar caracterizadas por las actitudes propias de un
buen pastor, como nos enseña Pastores dabo vobis: “La caridad
pastoral determina nuestro modo de pensar y de actuar, nuestro modo
de comportarnos con la gente” (PDV 23).
Y así debe ser. Los fieles cristianos
esperan de nosotros que los acojamos con afabilidad y cariño, que
seamos expertos en la escucha, que nos hagamos cargo de sus
problemas; esperan de nosotros capacidad de amistad sincera y
cordial, es decir, de amar gratuitamente; que estemos siempre
disponibles; que seamos capaces de atender los problemas que
experimentan las personas singulares y las comunidades.
Y atender no de cualquier manera, sino
en Dios y desde Dios, de modo que ayudemos a encontrar a Dios y a
reconocer la voluntad de Dios en el quehacer de cada día y en sus
dificultades. El pueblo cristiano quiere vernos entusiasmados con
nuestra vocación y ministerio, quieren vernos entregados a ellos en
cuerpo y alma, y al encontrarse con nosotros desean poder
experimentar, tanto en nuestras palabras como en nuestra conducta,
el amor fiel y misericordioso de Dios.
Es realmente extraordinario el "don"
que hemos recibido y que ahora, con mayor reconocimiento y gratitud
que el día que fuimos ordenados, vamos a acoger con renovado
entusiasmo. Sí, renovemos en esta celebración nuestro “amén” a las
exigencias que nuestro ministerio comporta.
Pero cuidado con quedarnos en una
simple declaración de intenciones. La experiencia diaria nos enseña
que el don de nuestra vocación es necesario protegerlo y cultivarlo
diligentemente si queremos vivirlo con fidelidad y constancia. Como
hizo con los apóstoles en la Última Cena, el Señor nos indica el
camino de nuestra perseverancia: “Permaneced
en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar
fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros
si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El
que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados
de mí no podéis hacer nada” (Jn. 15, 4-5). Permanezcamos en
Cristo, pues nuestra coherencia
sólo es posible mediante una indefectible adhesión a El, alimentada
con una oración constante. Sólo así la renovación de nuestras
promesas sacerdotales producirá fruto, el fruto abundante que Dios
quiere.
Pidamos a María, Madre de Cristo Sumo
Sacerdote, la Virgen Fiel que cooperó íntimamente en la obra de la
redención, que nos ayude a ser fieles y a vivir conforme a la
vocación a la que hemos sido llamados.
“† Bernardo Álvarez Afonso
Obispo
Nivariense