Is 50,4-7 Fil 2,6-11 Mt 26,14-27,66
La liturgia de la Palabra de este domingo nos invita a contemplar a Jesús que
"en su condición de hombre, se humilló a si mismo haciéndose obediente hasta la
muerte y una muerte de cruz" (Fil 2,7-8). El evento de la pasión y muerte del
Señor, narrado y meditado en el evangelio de Mateo, en efecto, constituye hoy el
centro de atracción de las lecturas bíblicas. Las dos perícopas que preceden a
la narración evangélica nos colocan en la justa perspectiva de lectura y nos
ofrecen su clave de interpretación.
La primera lectura (Is 50,4-7) está tomada del tercero de los cuatro cánticos
del misterioso "siervo del Señor" del Deutero Isaías (cf. Is 42,1-4; 49,1-7;
50,4-9; 52,13-53,12). A la pregunta del etíope a Felipe, en el camino que baja
de Jerusalén a Gaza, en Hch 8,34: "¿de quién dice esto el profeta, de sí mismo o
de otro?", se han dado varias respuestas. Algunos autores piensan que el siervo
designa al pueblo de Israel o a una parte fiel del mismo como siervo de Dios;
otros lo identifican con Jeremías sufriente, con el rey persa Ciro (cf Is 45,1),
o con el mismo profeta; no faltan quienes vean en estos cánticos diversos
siervos (Israel, el resto fiel, el profeta, etc.). En las primeras comunidades
cristianas los cánticos del Siervo se aplicaron a Jesús (cf. Mt 8,17; 12,18-21;
Lc 22,37; Hch 8,32-33) y algunos de sus rasgos aparecen en el bautismo y la
transfiguración del Señor. Pero también se utilizó la figura del siervo para
hablar de Israel (Lc 1,54) o de los discípulos de Jesús (Mt 5,14.16.39; Hch
14,37; 26,17-18).
En cualquier caso, la figura del siervo es, en realidad, un esbozo de
Jesús-Mesías quien, como profeta, no sólo anuncia la palabra a quien está
abatido (Is 50,4), sino que es la misma Palabra divina en medio de los hombres.
El siervo no es sólo el hombre de la palabra sino el hombre del dolor. Uno de
sus rasgos más típicos es el sufrimiento: le golpean la espalda como a un necio,
a él, el sabio por excelencia, portavoz de la palabra; lo rodean de desprecios
(insultos, salivazos, le tiran la barba). Pero él no se resiste sino que
enfrenta conscientemente el dolor, confiado en el auxilio y la protección de
Dios, con la seguridad que no será defraudado. El sufrimiento adquiere en él un
nuevo significado en relación al pensamiento tradicional: es la consecuencia de
su ministerio y, paradójicamente, la prueba no del rechazo sino de la elección
divina.
La segunda lectura (Fil 2,6-11) es un himno poético probablemente de origen
litúrgico. Aunque son posibles otros análisis, parece preferible dividirlo
básicamente en dos estrofas: (I) 2,6-8: humillación de Cristo y (II) 2,9-11:
exaltación de Cristo. La pascua de Cristo es presentada de forma nueva y
original, a través de un movimiento ascensional que va desde la humillación
hasta la exaltación. El himno nos permite contemplar el doble rostro de la
pascua, hecho de dolor y de gloria, de humillación y de salvación.
El misterio de la pasión-muerte de Jesús es aniquilamiento, "condición de
esclavo", ocultamiento de Dios: el Cristo, siendo de "condición divina" (Fil
2,6), "tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres" (Fil 2,7;
cf. 2 Cor 8,9). Su humillación llega hasta el extremo cuando "se hace obediente
hasta la muerte y una muerte de cruz" (Fil 2,8). La muerte en la cruz, en
efecto, es la expresión suprema de la humillación en el mundo romano: es muerte
propia de esclavos y de extranjeros. Contemporáneamente la pasión-muerte de
Jesús es riesgo positivo, triunfo, resurrección y glorificación, salvación plena
y "nombre divino": la segunda estrofa del himno pone de manifiesto que la
exaltación es la respuesta de Dios a la humillación libremente aceptada por
Cristo obediente hasta
el final (2,9: "por eso Dios lo exaltó"). Dios exalta a su Cristo (cf. Jn 3,14;
8,28; 12,32; Hch 2,33; 5,31), a través de la acción simbólica de la concesión de
un nombre, no de un nombre personal (Jesús) que ya tenía en su humillación, sino
de un "título" que expresa la nueva condición de Cristo glorificado por encima
de todos los seres. La concesión de ese título no se realiza en la intimidad de
Dios sino en público y tiene como objetivo que Jesús sea reconocido como el
Señor, el Kyrios, que expresa su gloria y su soberanía divina. La obediencia del
Mesías Jesús, vivida con absoluta libertad, es el camino del hombre nuevo.
El evangelio de hoy (Mt 26,14-27,66) nos coloca delante de la crudeza y la
paradójica simplicidad de la narración de la pasión y muerte del Señor. Se trata
de un relato profundamente teológico, lleno de alusiones bíblicas y pensado para
el uso litúrgico en la comunidad.
La cena pascual (26,14-35) nos recuerda el gesto y las palabras de Jesús que
invita a los discípulos a comer su cuerpo y a beber su sangre, signos proféticos
de la entrega de su vida en la cruz, porque desea compartir con ellos el camino
y el destino de su existencia. En el huerto de Getsemaní (26,36-46), Jesús es el
modelo del perfecto orante que experimenta la "agonía" que supone la búsqueda y
la aceptación sincera de la voluntad de Dios. Los discípulos son invitados a
"velar" con Jesús, es decir, a compartir con él su destino adoptando su actitud
de hijo orante y fiel. En el momento del arresto (26,47-56), Jesús, que en el
sermón de la montaña había declarado superada la represalia y la justicia de la
ley del talión en las relaciones humanas (cf. Mt 5,39), vuelve a manifestar su
apasionado amor por el perdón y la no violencia . El proceso judío (26,57-75) es
la ocasión para la última y gran revelación de Jesús delante de su pueblo: "A
partir de ahora verán al Hijo del hombre sentado a la derecha del Todopoderoso,
y que viene sobre las nubes del cielo". La solemne declaración de realeza, de
mesianismo y de divinidad, provoca el total rechazo de Israel . Paradójicamente,
mientras Jesús reconoce abiertamente su identidad de Hijo y juez universal, uno
de sus discípulos, Pedro, el primero de ellos, reniega de su Maestro delante de
las insistentes preguntas de dos criadas y un grupo de gente. El proceso romano
(26,1-31) deja en claro la elección de Israel (Barrabás), la injusticia de las
autoridades del imperio (Pilato) y la simpatía de los paganos (la mujer de
Pilato). Esta última, iluminada por un sueño, invita al marido a no meterse con
la suerte de "este justo" (Mt 27,19). En efecto, Jesús, como los antiguos
profetas y justos perseguidos y condenados a lo largo de la historia bíblica (cfr.
Mt 23,29.35), muere por haber anunciado la verdad de Dios en un mundo de
falsedad y de injusticia. En la imagen de Jesús, objeto de burla y de ofensas de
parte de los paganos como "rey de los judíos", se mezclan las características
del Mesías humilde (Mt 21,5) y del siervo fiel, insultado y sometido a crueles
torturas (Is 50,6). La crucifixión (27,32-50) es el momento culminante del
relato. Jesús muere como el justo perseguido y torturado injustamente (cf. Sal
22 y 69). Delante de él desfilan la humanidad que blasfema (27,39-44), las
fuerzas del cosmos que anuncian una manifestación divina (tinieblas y terremoto,
cf. Ex 10,22; Am 8,9), los nuevos creyentes (el centurión), y la nueva humanidad
liberada de la muerte por el Cristo (los muertos que salen de los sepulcros).
Jesús muere en total soledad, rechazado por los hombres y aparentemente
abandonado por Dios. En aquel abandono se produce, paradójicamente, la suprema
comunión entre el Padre y el Hijo. La cruz del Señor es, al mismo tiempo,
abandono y donación sin reservas. El grito de Jesús ("Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?") no sólo da la medida de la profunda soledad y el
abismal sufrimiento del Señor, sino que indica su plena confianza en Aquel que
puede salvar aún en la más desgarradora y mortal de las situaciones. Aquel
silencio de la cruz revela la infinita comunión del Padre y del Hijo y la
convierte en buena noticia para todos los que como Jesús viven y mueren
rechazados por el mundo y aparentemente abandonados por Dios. Sólo la fe en
Jesús, muerto y resucitado, puede dar sentido a tantos silencios humanos y
divinos que encontramos en el camino de nuestra vida. Es la fe en Jesús, muerto
y resucitado, la que hace que la Iglesia esté siempre de parte de los
humillados, los débiles, los oprimidos, y los crucificados de este mundo. Es la
fe en Jesús la que mueve a la Iglesia a realizar su misión a imagen de su Señor,
en el ocultamiento y la sencillez, en el rechazo al poder y a la gloria, con la
mística de la cruz: en la humillación y el dolor por amor, fruto de la fidelidad
al Padre, y fuente de vida y liberación para el mundo y la historia.
LA PASIÓN DE JESÚS EN EL EVANGELIO DE SAN MATEO
(Mt 26,14-27,66)
Para Mateo, Jesús es el justo condenado que sufre la violencia de parte de los
pecadores. Su relato es profundamente teológico, lleno de alusiones bíblicas y
pensado para el uso litúrgico en la comunidad.
La cena pascual (26,14-35) nos recuerda el gesto y las palabras de Jesús que
invita a los discípulos a comer su cuerpo y a beber su sangre, signos proféticos
de la entrega de su vida en la cruz, porque desea compartir con ellos el camino
y el destino de su existencia. En el huerto de Getsemaní (26,36-46) Jesús es el
modelo del perfecto orante que experimenta la "agonía" que supone la búsqueda y
la aceptación sincera de la voluntad de Dios. Los discípulos son invitados a
"velar" con Jesús, es decir, a compartir con él su destino adoptando su actitud
del Hijo, orante y fiel. En el momento del arresto (26,47-56), Jesús, que en el
sermón de la montaña había declarado superada la represalia y la justicia de la
ley del talión en las relaciones humanas (cf. Mt 5,39), vuelve a manifestar su
apasionado amor por el perdón y la no violencia .
El proceso judío (26,57-75) es la ocasión para la última y gran revelación de
Jesús delante de su pueblo: "a partir de ahora verán al Hijo del hombre sentado
a la derecha del Todopoderoso venir sobre las nubes del cielo". La solemne
declaración de realeza, de mesianismo y de divinidad, provoca el total rechazo
de Israel. Paradójicamente, mientras Jesús reconoce abiertamente su identidad de
Hijo y juez universal, uno de sus discípulos, Pedro, el primero de ellos,
reniega de su Maestro delante de las insistentes preguntas de dos criadas y un
grupo de gente.
El proceso romano (27,1-31) deja en claro la elección de Israel (Barrabás), la
injusticia de las autoridades del imperio (Pilato) y la simpatía de los paganos
(la mujer de Pilato). Esta última, iluminada por un sueño, invita al marido a no
involucrarse en la suerte de "este justo" (Mt 27,19). En efecto, Jesús, como los
antiguos profetas y justos perseguidos y condenados a lo largo de la historia
bíblica (cfr. Mt 23,29.35), muere por haber anunciado la verdad de Dios en un
mundo de falsedad y de injusticia. En la imagen de Jesús, objeto de burla y de
ofensas de parte de los paganos como "rey de los judíos", se mezclan las
características del Mesías humilde (Mt 21,5) y del siervo de Yahvéh, insultado y
sometido a crueles torturas (Is 50,6).
La crucifixión (27,32-50) es el momento culminante del relato. Jesús muere como
el justo perseguido y torturado injustamente (cf. Sal 22 y 69). Delante de él
desfilan la humanidad que blasfema (27,39-44), las fuerzas del cosmos que
anuncian una manifestación divina (tinieblas y terremoto, cf. Ex 10,22; Am 8,9),
los nuevos creyentes (el centurión), y la nueva humanidad liberada de la muerte
por el Cristo (los muertos que salen de los sepulcros).
La muerte de Jesús. Jesús muere en total soledad, rechazado por los hombres y
aparentemente abandonado por Dios. En aquel abandono se produce,
paradójicamente, la suprema comunión entre el Padre y el Hijo. La cruz del Señor
es, al mismo tiempo, abandono y donación sin reservas. El grito de Jesús ("Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?") no sólo da la medida de la profunda
soledad y el abismal sufrimiento del Señor, sino que indica su plena confianza
en Aquel que puede salvar aún en la más desgarradora y mortal de las
situaciones. Aquel silencio de la cruz revela, en forma paradójica, la infinita
comunión del Padre y del Hijo, y la convierte en buena noticia para todos, los
que como Jesús, viven y mueren rechazados por el mundo y aparentemente
abandonados por Dios. Sólo la fe en Jesús, muerto y resucitado, puede dar
sentido a tantos silencios humanos y divinos que encontramos en el camino de
nuestra vida. Es la fe en Jesús, muerto y resucitado, la que hace que la Iglesia
esté siempre de parte de los humillados, los débiles, los oprimidos, y los
crucificados de este mundo. Es la fe en Jesús la que mueve a la Iglesia a
realizar su misión a imagen de su Señor, en el ocultamiento y la sencillez, en
el rechazo al poder y a la gloria, con la mística de la cruz: en la humillación
y el dolor por amor, fruto de la fidelidad al Padre, y
Fuente:
Mons.
Silvio
Jose
Baez,
o.c.d.