Génesis 15,5‐12.17‐18 ⁄
Filipenses 3,17‐4,1 ⁄ Lucas 9,28b‐36
En medio del camino cuaresmal las lecturas bíblicas de este domingo nos invitan
a contemplar al Dios fiel y salvador que se reveló en la oscuridad de la fe a
Abraham y en el momento culminante en Cristo su Hijo. Toda la liturgia está
centrada hoy en tres grandes “revelaciones”: la revelación del Dios fiel que
hace alianza con el hombre (primera lectura), la revelación del destino glorioso
del creyente (segunda lectura) y la revelación de la gloria de Cristo, “el Hijo
elegido”, en el monte de la transfiguración (evangelio). La cuaresma es un
tiempo propicio para renovar nuestra fe y orientar nuestra vida hacia la gran
revelación de la pascua, el evento supremo a través del cual Dios “transfigura”
el universo y la historia en Cristo.
La primera lectura (Gen 15,5-12.17-18) narra la alianza entre Dios y Abraham a
través de la cual Dios renueva al patriarca la promesa de una descendencia. La
antigua promesa de un hijo parecía cada vez más un sueño o una ilusión en la que
se proyectaban los propios deseos. Abraham está envuelto en la más densa
oscuridad: él es un anciano, Sara es estéril, el tiempo pasa, todo parece
indicar que no habrá descendencia y será un criado de su casa quien heredará los
bienes de Abraham (Gen 15,2). La noche interior de Abraham se ve iluminada con
otra noche, aquella noche estrellada durante la cual el Señor, sacándolo afuera,
le renueva la promesa: “Mira el cielo, y cuenta las estrellas, si puedes
contarlas. Y le dijo: Así será tu descendencia” (v. 5). Abraham logra ver en la
noche, más alla de las estrellas. En la noche, ve la promesa de Dios; sin
embargo, ha visto sin ver. Ha visto en la fe. Permitiendo que Dios lo saque
"fuera" de sí y logrando ver en medio de la oscuridad de "la noche", Abraham es
otro. De este modo Dios ilumina la noche oscura de Abraham y le revela su
palabra llena de esperanza. Abraham lleno de entusiasmo vuelve a afirmar su amén
inquebrantable en Dios. En el v. 6, en efecto, encontramos el verbo hebreo amán,
el verbo de la fe, que indica la acción de apoyarse sólidamente en Dios y de
donde viene nuestro término amén: “Y creyó él (he’emín) en Yahvéh, el cual se lo
acreditó como justicia” (Gen 15,6; cf. Rom 4,18‐25). El verbo “acreditar,
tenérselo en cuenta” (hebreo hashab) es el verbo técnico con el que se afirma la
validez de los sacrificios (cf. Lv 7,18). El sacrificio que agrada a Dios y que
hace justo al hombre es la adhesión cotidiana de la fe.
Después Dios confirma solemnemente su compromiso con Abraham en un atardecer
misterioso y a través de un antiguo gesto de “alianza”. El rito evoca los pactos
que se hacían en el antiguo medio oriente entre un soberano y su vasallo: los
contrayentes de la alianza pasaban en medio de los animales descuartizados que
representaban la suerte que debía correr quien no cumpliera el pacto. En hebreo
“realizar” una alianza se dice “cortar un pacto”. Pues bien, una noche, cuando
el sol ya se había puesto, “un horno humeante y una antorcha de fuego” pasaba en
medio de los animales (v. 17). Era el Señor comprometiéndose a realizar su
palabra en favor del patriarca: “A tu descendencia daré esta tierra” (v. 18).
Dios se revelaba así como el gran aliado del hombre, un aliado fiel y benéfico a
través de una alianza indestructible. Aquel fuego que iluminaba la noche de
Abraham era la presencia amorosa de Dios, una presencia que el hombre debe saber
acoger día a día en la oscuridad de la fe.
La segunda lectura (Fil 3,17‐4,1) presenta dos destinos alternativos que se
presentan a todo hombre. Un final de perdición, para “los enemigos de la cruz de
Cristo”, cuyo dios es “el vientre” (Fil
3,18.19), aquellos que han orientado su vida según el egoísmo y la inmoralidad,
y un final de gloria para los creyentes en Cristo Jesús, quien “transformará sus
cuerpos frágiles en cuerpos gloriosos como el suyo” (Fil 3,21). El camino de la
fe concluye con la “transfiguración” maravillosa del verdadero creyente. Por eso
Pablo exhorta a los cristianos a vivir coherentemente con la fe que profesan,
invitándolos a “mantenerse firmes en el Señor” (Fil 4,1), comportándose como
“ciudadanos del cielo que esperan como salvador a Jesucristo el Señor” (Fil
3,20).
El evangelio (Lc 9,28b‐36) de la Transfiguración, construido a la luz de las
teofanías del Antiguo Testamento, es una verdadera proclamación anticipada de la
gloria de la pascua. Todo acontece en “la montaña” (v. 28b), espacio simbólico
de la trascendencia y del mundo divino. De la misma forma que Dios “se envuelve
de luz como de un manto” (Sal 104,2), los vestidos de Jesús se transfiguran
llenos de luz resplandeciente, dejando entrever la gloria divina presente en su
persona. Lucas, a diferencia de los otros sinópticos, hace notar que la
transfiguración ocurre mientras Jesús estaba en oración (v. 29). Sólo en el
diálogo de fe y amor de la oración se produce la revelación del verdadero rostro
de Jesús y la transfiguración del creyente
La presencia de Moisés, que simboliza la palabra de la Ley, y de Elías, que
simboliza la palabra de la profecía, indica que con Jesús la historia de la
salvación ha llegado a su culminación. Lucas describe a Jesús hablando con ellos
de “su partida que iba a cumplir en Jerusalén” (v. 31). El texto griego dice
exactamente del éxodo de Jesús, es decir, la culminación de su camino terreno
que, pasando por la muerte y la resurrección, alcanza su meta última en la
Ascensión, en donde se revela plenamente su filiación divina. En el monte, en
efecto, se deja oír la voz del Padre: “Este es mi Hijo elegido, escuchadlo” (v.
35). A los discípulos se les revela de esta forma el misterio de Jesús: él es el
Hijo. En la humillación de la carne se esconde la presencia salvadora de Dios
que libera a los hombres a través del Hijo‐Siervo paciente. La Transfiguración
es, por tanto, la gran revelación del misterio de Jesús que iluminará el camino
de los discípulos a través de los siglos.
Para los tres discípulos la experiencia fue única. Con razón Pedro exclama:
“Maestro, ¡qué hermoso es estar aquí! Hagamos tres tiendas...” (v. 33). Han
contemplado por un momento la única belleza digna de amar por sí misma, la única
que hay que desear y cultivar porque será eterna; han vivido en la historia un
instante de eternidad, han probado el gozo de la comunión y del amor de Dios.
Pero la historia debe continuar. No ha llegado a su fin. Es ilusoria la petición
de Pedro. No se puede detener el tiempo, no se puede hacer permanente lo
transitorio. Hay que bajar del monte. Los tres discípulos bajaron, pero
transfigurados ellos también, con la certeza de que el camino del Maestro es el
único que lleva a la vida. Al final Jesús aparece solo (v. 36), porque solamente
él es el camino y el sentido de todo. La voz que han escuchado de parte de Dios
los invita a escucharlo y a seguirlo hacia la cruz. Sólo así podrán entrar
definitivamente en aquella gloria y en aquella hermosura que habían contemplado
y gozado anticipadamente.
La experiencia vivida en el monte revela la gloria de Jesús. El Cristo glorioso
de la pascua, el Hijo amado del Padre, es el mismo Jesús de Nazaret que se
encamina hacia la muerte y anuncia su dolorosa pasión. La transfiguración no
niega la cruz, sino que es la revelación de su significado salvador como camino
que lleva a la vida. A través de esta experiencia Jesús fortalece la fe de sus
discípulos y los introduce en la paradoja de la pascua: una vida que llega a
través de la muerte y una gloria que no es evasión ni indiferencia frente al
dolor de la historia, sino meta y punto culminante del amor crucificado y fiel.
Fuente:
Mons. Silvio José Báez, OCD