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El
Espíritu lo fue llevando por el desierto,
mientras era tentado por el diablo.
Deuteronomio
26,4-10
| Romanos
10,8-13
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Lucas
4,1-13
El
tiempo
de
cuaresma
es
un
momento
oportuno
para
renovar
y
purificar
nuestra
fe
como
respuesta
y
adhesión
personal
al
proyecto
salvador
de
Dios, el
cual
ha alcanzado
su
culminación
en
la
vida,
muerte
y resurrección
de
Cristo.
La fe
debe ser
viva,
sólida,
coherente,
enraizada
en
la historia,
despojada
de
dualismos
e incoherencias.
Este
primer
domingo,
las lecturas
bíblicas
se
centran
en
el
tema
de
la
confesión
de
la
fe
como
reconocimiento
de
la
acción
de
Dios
en la
historia
(primera
lectura),
como
proclamación
de
la victoria
de
Cristo
sobre
la
muerte,
principio
de
toda
esperanza
(segunda
lectura),
y
como
fidelidad
a la
Palabra
de
Dios
y
al
proyecto
del
reino
(evangelio).
La
cuaresma
es
un llamado
a la
conversión,
una
invitación
a rectificar
nuestros
propios
proyectos
y nuestras
decisiones
morales
a la
luz
de
la
Palabra
de
Dios.
La
primera lectura
(Dt
26,4-10)
recoge
un
fragmento
de
un
antiguo
“Credo
de
Israel”,
conservado
en
un texto
del libro del
Deuteronomio,
que se
remonta
a la
reforma
del rey
Josías
en
el
siglo VII
a.C.
Se
trata
de
una auténtica
profesión
de
fe
que
refleja
el
camino
y la
experiencia
religiosa
del
pueblo
de
la Biblia
a lo
largo
de
los siglos.
En
el
libro
del
Deuteronomio
aparece
ambientado
en
el
contexto
de
la
fiesta
primaveral
de
las
primicias
(vv.
4.10)
y
estructurado
en
torno a
tres
artículos
de
fe:
la
vocación
de
los
patriarcas
(Jacob,
“arameo
errante”),
el
don
de
la liberación
después
de
la amarga
experiencia
de
Egipto,
y
el
don
de
la
tierra
que
“mana
leche
y
miel”
(vv.
5-9).
De
esta
estructura
se
puede
deducir
una
característica
fundamental
de
la
fe
bíblica:
es
una
fe
fundamentalmente
histórica.
El
Dios
de
la Biblia
se ha revelado
en
medio
de
los
acontecimientos
de
la historia
de
un
pueblo
insignificante
en
sus orígenes
(“errante”)
y
que
además vivió
después
oprimido
y
empobrecido
en
Egipto,
sometido
a
“dura
esclavitud”.
El
grito
de
dolor
de
este
pueblo
llegó hasta
Dios,
invocado
como
“Dios
de
nuestros
padres”,
el
cual
“vio
su
miseria,
su
angustia
y
su
opresión”,
lo
liberó
de la
esclavitud
con
“mano
fuerte
y
brazo
poderoso”
y lo
condujo
a “una
tierra
que
mana
leche
y
miel”.
Cuando
el
pueblo
de la
Biblia
quiere
expresar
su
fe,
narra
una historia,
–en
concreto
la historia
de
su
liberación
del
yugo
del
faraón–,
con
el
claro
propósito
de
iluminar
desde
esta
óptica
toda
su historia
como
pueblo
y
el
fundamento
de
su experiencia
religiosa.
Por
eso,
según
la Biblia,
la
fórmula
de
fe
perfecta
es la
proclamación
de
las
acciones
liberadoras
de Dios
en
favor
de
su
pueblo,
la
más alta
oración
es
el
himno
y la
alabanza
que
celebra
las
grandes
obras
de
Dios, y
la forma
más
genuina
de
moral
es
el
compromiso
cotidiano
por luchar
contra
toda
esclavitud
que
se oponga
al
proyecto
liberador
de
Dios
en
favor
de
los hombres.
La
segunda
lectura
(Rom
10,8-13)
es
un
espléndido
“Credo
cristiano”,
que
se remonta
probablemente
a los
mismos
inicios
del
cristianismo
y
que
Pablo
retoma
en
la
Carta
a los
Romanos.
En
él
se
proclama
el
acontecimiento
central
de
la
fe
de
la Iglesia,
“la
palabra
de
la
fe
que
nosotros
anunciamos”
(v.
8):
el
misterio
pascual
de
Cristo.
En
el
texto
la
Pascua
se
expresa
con
dos
“esquemas
teológicos”
sinónimos:
el
esquema
de
exaltación
(“Jesús
es Señor”)
y
el
esquema
de
resurrección
(“Dios
lo ha
resucitado
de
entre
los
muertos”).
Con
dos
lenguajes
diversos
se
expresa
el
mismo
mensaje
pascual.
En
el
primer
esquema
la
Pascua
es
el
evento
que
revela
el
misterio
de
divinidad
y
de
gloria
escondidos
en
el
“siervo”
Jesús,
a
quien
el
creyente
reconoce
como
“Señor”
y
“Salvador”.
En
el
segundo
esquema,
la
Resurrección
de
Jesús subraya
con
mayor
fuerza
la
continuidad
entre
Jesús
de
Nazaret
y el
Cristo
Resucitado:
Dios
ha resucitado
a
Jesús,
confirmando
su
palabra
y
su historia como
la culminación
de
la historia
de
la salvación,
e inaugurando
en
él
la renovación
absoluta
de
toda
la creación,
que
en
el
Hijo
es
redimida
y santificada.
La fe pascual proclamada por la Iglesia es abierta a todos, judíos y
griegos, pero debe ser creída con “el corazón”, es decir, aceptada desde lo
más íntimo del hombre como fundamento de la propia existencia, y al mismo
tiempo proclamada con “la boca”, es decir, testimoniada y profesada
exteriormente con la propia vida. Es a través de esta profesión global de la
fe que nace la salvación: “Si proclamas con tu boca que Jesús es el Señor y
crees con tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos te
salvarás” (Rom 10,9), pues “todo el que invoque el nombre del Señor se
salvará” (Rom 10,13).
El evangelio (Lc 4,1-13) nos relata una dimensión misteriosa pero real en la
vida y en el ministerio de Jesús: la tentación. En realidad, la tentación no
es una instigación al mal, ni constituye de por sí un pecado, sino que
constituye un momento imprescindible en la vida de todo hombre, a través del
cual se someten a prueba la propia identidad y las propias opciones. La
tentación pertenece al camino humano. El texto evangélico también es, en
cierto modo, una proclamación de fe: a la confianza inquebrantable de Cristo
en la Palabra de Dios, con la cual elabora todas sus respuestas al diablo,
se une la fe de la Iglesia que reconoce en Jesús al Mesías de Dios.
El relato de las tentaciones en Lucas aparece íntimamente unido a la
presentación de la genealogía que el evangelista ha hecho de Jesús al final
del capítulo tres, la cual concluye con la mención de “Adán” (Lc 3,38). El
hecho de que Jesús sea descendiente de Adán nos hace recordar la tentación
del jardín de Edén en Génesis 3, prototipo de toda tentación, incluida la de
Jesús. A diferencia de Adán, Jesús supera la prueba demostrando su adhesión
obediente y filial a Dios en forma inquebrantable. El escenario de las
tentaciones también tiene su importancia: Jesús está en el desierto, adonde
has ido conducido por el Espíritu (v. 1). El desierto recuerda el camino de
purificación de Israel, constantemente tentado de volver a Egipto y poniendo
en duda muchas veces la bondad de Dios. El desierto es lugar de tentación,
de auto comprensión de la propia identidad, pero también espacio para
afirmar la fidelidad en Dios como único absoluto. Jesús pasa allí cuarenta
días (v. 2), un período de tiempo que recuerda los cuarenta años de Israel
caminando por el desierto, los cuarenta días de Moisés en el monte Sinaí
antes de recibir los diez mandamientos (Ex 34,28) y los cuarenta días de
camino de Elías hacia el monte Horeb al encuentro con Dios. Es un tiempo
decisivo, un período de prueba y de preparación. Jesús ayuna, privándose del
alimento necesario, expresando así su confianza y su obediencia en Dios,
como único dador de todos los bienes (Dt 8,1-3). El evangelio habla de un
agente externo de la tentación y lo llama “diablo”, en griego diabolos, es
decir, el que divide y separa. El diablo representa toda realidad que invita
al hombre a tomar un camino que lo aleja de los caminos del Señor y de su
proyecto de salvación.
Las
“tres”
tentaciones
de
Jesús
no son
sino
una
sola:
la
tentación
de
abandonar
el
mesianismo
humilde y
obediente
en
favor
de
los
hombres
y
emprender
un
camino
de
gloria,
de
poder
y
de
autosuficiencia
humana.
La
invitación
perversa
a transformar
la
piedra
en
pan
corresponde
a la
seducción
del
mesianismo
económico,
que se
reduce
a la
mera
satisfacción
de
las
necesidades
materiales
del
pueblo,
sirviéndose
de
los
más
pobres
para
el
propio
interés
(cf.
Jn
6,14-15);
la segunda
tentación,
cuando
Jesús
es
conducido
a un
punto
alto
para
ver
todos
los
reinos
sobre
los
cuales
habría
tenido
dominio,
corresponde
al
mesianismo
político,
que
se
reduce
a la
lucha
por
el
poder
terreno
en
este
mundo,
dominando
y venciendo
a los
enemigos.
Jesús
se sirve
de
la
Escritura
para
vencer
el
dramático
momento.
A la
primera
tentación
responde
afirmando
su
total
fidelidad
a Dios:
“No
sólo
de
pan
vive
el
hombre”
(Dt
8,3);
a la
segunda,
proclamando
la soberanía
única
y
absoluta
de
Dios:
“Adorarás
al
Señor
tu
Dios,
y
sólo
a él
rendirás
culto”
(Dt
6,13).
La suprema
prueba
mesiánica
es
la
tercera,
que
tiene
como
escenario
precisamente
Jerusalén,
la
ciudad
hacia
la
cual
se orienta
todo
el
evangelio
de
Lucas
y el
mismo
camino
de
Jesús
(Lc
9,51ss;
Lc
23,35-43).
A
Jesús se
le sugiere realizar
un salto
grandioso
desde
el
pináculo
del
Templo
en
Jerusalén,
es
decir,
que
lleve
adelante
un
mesianismo
espectacular,
hecho
de
prodigios
extraordinarios
que
lo llevaran
a la
fama
y a
la
gloria
personal.
Esta
es la verdadera
“última
tentación”
de
Jesús:
rechazar
su
destino
último,
es
decir,
la llegada
de
la salvación
a
través
de
la
pobreza
extrema
de
la
cruz.
Jesús renunciaría
así
a su
perfecta
confianza-obediencia
al
Padre.
Sin
embargo,
Jesús
respetando
la libertad
soberana
de
Dios y
de
su
proyecto
salvador,
pronuncia
el
“sí”
definitivo
al
Padre
y se
abandona
totalmente
a su
destino.
Para
Lucas,
el
terror a
la
muerte
es
la
tentación
máxima
que
Jesús
superará,
como
queda
confirmado
por
el
relato
de
la
pasión.
El
texto,
en
efecto,
dice
que
“el
diablo
se
alejó
de
él
hasta
el
momento
oportuno”
(v.
13),
es
decir,
hasta
el
momento
del
sufrimiento
y de
la
angustia
de
la
pasión,
que Lucas
llamará
“la
hora
del
poder
de
las
tinieblas”
(Lc
22,53),
cuando
“Satanás
había
entrado
en
Judas
Iscariote”
(Lc
22,3).
Jesús
se
mantiene
firme
proclamando
su
fidelidad
absoluta
y su
confianza
inquebrantable
en
los
caminos
del
Padre:
“No
tentarás
al
Señor
tu Dios”
(Lc
4,12).
Jesús
llega a
convertirse
así
en el
emblema
luminoso
de
la
fe
bíblica,
es
decir,
en
modelo
de
adhesión
plena
y total
a Dios y
a su
voluntad.
Las
tentaciones
de
Jesús
recapitulan
la
historia
de
Adán
y la
historia
de
Israel,
que
en
vez
de
mantenerse
fieles
a Dios
se rebelaron.
El
relato,
sin
embargo,
alude
también
al
futuro
de
la
comunidad
cristiana.
Este
texto
no
pretende
sólo informar
al
lector
acerca
de
las
pruebas
sufridas
por
Jesús,
sino
que
es
una
página
de
catequesis
que
nos invita
a
estar
atentos
para
no
caer
en
las
actuales
tentaciones
del
poder,
del
materialismo
y
de
la
religión
construida
sobre la
base
de
milagros
espectaculares
y
de
sentimentalismos
estériles.
El
evangelio
de
hoy
nos
exhorta
a una
fe
fuerte,
basada
en
la
Palabra
de
Dios y
expresada
en
la obediencia
y la
confianza
a los
caminos
de
Dios
en nuestra
vida.
Fuente:
Mons. Silvio José Báez, OCD
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