«fue lavado y recuperó la vista»
1 Samuel 16,1.4.6-7.10-13 | Efesios 5,8-14 | Juan 9,1-41
Las lecturas bíblicas de este domingo, centradas en el símbolo de “la luz”,
continúan la línea de catequesis bautismal iniciada el domingo anterior con
el símbolo del “agua”. La consagración de David como rey de Israel es
expresión del amor gratuito de Dios que elige y, al mismo tiempo, es también
prefiguración de la consagración del cristiano en el sacramento del bautismo
(primera lectura). Pablo celebra las obras de la luz como opuestas a las de
las tinieblas (segunda lectura). La narración joánica del ciego de
nacimiento al que Jesús le dona la vista (la luz), invitándolo a sumergirse
en la piscina de Siloé (agua), ha sido interpretada desde muy antiguo como
símbolo del camino de conversión y de la regeneración bautismal.
La primera lectura (1Sam 16,1.4.6-7.10-13) narra la primera aparición de
David en la Biblia y coincide con la decisión de Dios que lo elige para ser
rey de su pueblo. El Señor toma la iniciativa, Samuel es el ejecutor
oficial, curiosamente el pueblo no cuenta, a diferencia de lo que ocurrió en
la elección de Saúl el primer rey (cf. 1 Sam 8). Para la Biblia toda la
historia de David se explica en este evento de gratuidad de parte de Dios.
Más tarde, el profeta Natán refrendará la elección divina con la palabra
profética que asegurará a David de parte de Dios la continuidad dinástica en
el trono de Israel (2 Samuel 7).
Toda la narración juega hábilmente con la raíz hebrea ra’ah, con la que se
forma el verbo “ver” o “mirar” (vv. 1.6.7) y el sustantivo “apariencia” (v.
7). La elección divina se expresa con el “ver” del Señor: “He visto un rey
para mí” (v. 1). El ver de Dios es decisión y acción, gratuidad y elección.
Samuel va a Belén como le ha mandado el Señor y comienza a “ver”, uno tras
otro, a todos los hijos de Jesé. Ve al primero, a Eliab, y piensa que es el
elegido. Sin embargo, el Señor lo corrige: “No mires su apariencia, ni su
gran estatura... La mirada de Dios no es como la mirada del hombre; pues el
hombre mira las apariencias pero el Señor mira el corazón” (v. 7). Dios ha
visto uno, Samuel ha visto otro. Dios ve con el amor gratuito, Samuel se
deja llevar de la apariencia externa.
Y así, finalmente, por indicación expresa del Señor es ungido el más
pequeño, David (vv. 10-13). El cuerno de aceite derramado sobre él y que le
penetra la piel es expresión externa del “espíritu de Yahvéh”, que lo
penetra interiormente y se queda en él en modo estable. La misma ruah, el
“espíritu” que antiguamente había animado la acción liberadora, aunque
pasajera, de los jueces, ahora se posa en el pequeño pastor que llegará a
ser pastor de su pueblo. Así lo cantará el Salmo 78,70-71: “Y eligió a David
su siervo, lo sacó de los apriscos del rebaño, le trajo de detrás de las
ovejas, para pastorear a su pueblo Jacob, y a Israel, su heredad”.
Elección gratuita, unción real, presencia del Espíritu, son realidades que
anticipan la figura del rey Mesías que, al final de los tiempos, “reinará
sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin” (Lc 1,33). Al mismo tiempo
evocan el sacramento del bautismo cristiano, a través del cual el creyente
es recreado y ungido en el Espíritu en virtud del misterio pascual.
La segunda lectura (Ef 5,8-14) desarrolla el antagonismo simbólico
tradicional existente entre “luz” y “tinieblas” (vv. 8-13), culminando con
la imagen de Cristo, como luz matinal que anuncia el nacimiento de un nuevo
amanecer (v. 14). En el texto el mundo de la luz, con sus obras de justicia
y de verdad, se opone al mundo de las tinieblas con sus obras de mentira e
injusticia. El texto nos ofrece un claro ejemplo de reflexión moral paulina,
que se podría resumir en estas palabras: “Sed lo que ya sois”. Pablo siempre
parte de un dato concreto, de la situación de gracia en la que se encuentra
el cristiano: “En otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el
Señor (v. 8a). A partir de este dato de hecho, invita a la coherencia de
vida: “Vivid como hijos de la luz” (v. 8b). El imperativo (“vivid como hijos
de la luz”) se fundamenta en el indicativo (“sois luz en el Señor”). El
texto se cierra con unas palabras que parecen provenir de un antiguo himno a
Cristo Luz. Se trata de una exhortación apremiante. Hay que despertar de la
muerte (oscuridad) y comenzar a vivir (luz), dejándose iluminar por Cristo
Resucitado, luz que ilumina a la humanidad: “Despierta tú que duermes, y
levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo” (v. 14).
El evangelio (Jn 9,1-41) más que la narración de un milagro es la historia
de una conversión. En efecto, el ciego curado culmina su itinerario de
transformación postrándose ante Jesús y diciendo: “Creo, Señor” (v. 38). El
ciego del relato joánico evoca el camino de todos los que, habiendo
encontrado a Jesús, pasan de las tinieblas de la incredulidad a la luz de la
fe.
El relato es ambientado por Juan en la fiesta de las tiendas o de los
tabernáculos, memoria gozosa de la estadía de Israel en el desierto (Jn
7,2). En ocasión de la fiesta, el sacerdote sacaba agua de la piscina de
Siloé y la derramaba sobre el altar y, al atardecer, toda la ciudad santa de
Jerusalén era iluminada fantásticamente por hogueras y antorchas que se
colocaban sobre los muros del Templo. Agua y luz, por tanto, eran los
símbolos centrales de esta fiesta judía. Agua y luz serán también los
elementos centrales del milagro realizado por Jesús en aquel hombre ciego.
El hecho de “abrir los ojos a los ciegos” era ya, en la teología del Antiguo
Testamento, un elemento específicamente mesiánico (Is 6,9-10; 29,9-12;
35,4). Jesús es el verdadero Mesías, “luz del mundo” (Jn 8,12). En nuestro
texto Jesús es justamente comparado con “el día” (v. 4). Él es la verdad
luminosa que abre a la humanidad un horizonte infinito de vida y de
esperanza. Las aguas de la piscina de Siloé, por su parte, habían sido ya
presentadas por el profeta Isaías en clave simbólica. Sus aguas, que corren
tranquilas y discretas, son símbolo de la secreta pero eficaz acción de Dios
que salva y protege a su pueblo, en contraposición con los turbulentos y
majestuosos ríos de las superpotencias militares y políticas, como en el
caso de Egipto y Babilonia. El evangelista incluso, forzando la real
etimología, interpreta el sustantivo “Siloé” en clave mesiánica: “Siloé
significa ‘Enviado’” (v. 7). Para Juan, las aguas de Siloé, por tanto, no
sólo evocan el poder divino, sino también la obra mesiánica y salvadora de
Cristo.
La tradición cristiana ha visto con razón este texto el itinerario de la
conversión, de la fe y de la regeneración bautismal. El ciego que pasa de
las tinieblas a la luz es, en cierto modo, el modelo de la fe que crece y
madura. Su camino es un progresivo reconocimiento de la verdad de Jesús,
desde el momento inicial en que se encuentra con él hasta el momento supremo
de la confesión de fe. Al inicio ve en Jesús solamente un hombre (v. 11:
“Ese hombre que se llama Jesús”), luego confiesa a los fariseos que “es un
profeta” (v. 17), más tarde lo ve como uno que viene de parte de Dios (v.
33: “si éste no viniera de parte de Dios, no podría hacer nada”) y,
finalmente, lo confiesa como “Hijo de Dios y Señor”, postrándose a sus pies
en un acto de culto propio del creyente (v. 38: “Creo Señor”). El texto, en
efecto, concluye con la adoración y la aclamación litúrgica Kyrie, ¡Señor!
Al progresivo acercamiento hacia la luz, de parte del ciego, corresponde
negativamente la progresiva ceguera de los Judíos, grupo que simboliza la
incredulidad y el rechazo de la fe. Los Judíos juzgan a Jesús, el ciego se
abre a una verdad nueva. Los Judíos razonan desde la ley y desde la
observancia externa. Creen saber. Y por eso no se abren a la luz. Su saber
arrogante no les permite conocer la verdad de Jesús y acaban ciegos. Se
terminan cerrando en las tinieblas de la incredulidad. El ciego razona desde
su pobreza y desde su ignorancia. Sólo sabe que ha sido salvado y que
gratuitamente ha sido llevado a la luz. Progresivamente profundizará en su
nuevo saber hasta llegar a la fe completa. Esta contraposición es para Juan
central en la obra de Jesús, que dirá al final: “Para un juicio he venido al
mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos” (v.
39).
El camino de fe del ciego de nacimiento es un itinerario modelo para todo
creyente. Su paso de las tinieblas a la luz coincide con un progresivo
crecimiento en el verdadero conocimiento de Jesús. Es necesario que todo
cristiano crezca continuamente en el conocimiento de Dios para que el
bautismo y las demás expresiones rituales de la fe no se reduzcan a actos
mágicos y estériles.
Fuente: Mons. Silvio José Báez, OCD