La
Presentación del Señor
Malaquías
3,1-4
|
Hebreos
2,14-18
| Lucas
2,22-40
La
presentación
del
Mesías
en
el
Templo
es
como
la
culminación
luminosa
de
la
encarnación.
La
Iglesia
contempla
hoy
con
estupor
la
cercanía
de
Dios,
su
presencia
salvadora
en
medio
de
la
cotidianidad
humana.
El
Mesías
se
presenta como
salvador,
pero
como
salvador
exigente,
escandaloso
en
su
humildad,
fuerte
en
su
capacidad
de
juzgar
y
signo
de
contradicción.
La
primera
lectura
(Mal
3,1-4)
está
tomada
de
un
oscuro
libro
profético,
el
libro
del
profeta
Malaquías,
de
difícil
interpretación
y ubicación
cronológica.
La lectura
habla
de
un
“mensajero”,
una
especie
de heraldo,
que
deberá
preparar
el
camino
(Is
40,3).
Parece
ser
que
este mensajero
tiene
como
función
abrir,
casi
derribando,
las
puertas
del
Templo
para
que
pueda
entrar
el
Señor
(v.
1a).
A
continuación
entrará
en
el
Templo
“el
Señor,
a
quien
vosotros
buscáis”,
“el
Ángel
de la alianza, que
vosotros
deseáis”
(v.
1b).
Este
segundo
personaje
que
entra
en
el
Templo
es
de
difícil
identificación
en
el
texto:
puede
ser
Dios
mismo
(Ez
43;
Ag
2,7-9)
o
el
Mesías
(Is
42,6;
49,8;
55,3).
En
cualquier
caso,
este
“Ángel
de
la alianza”
tiene
la función
de reconstruir
el
puente
de
comunicación
entre
Dios
y la
humanidad
pecadora.
Su
misión es descrita como juicio y de purificación. Su venida
representa como una línea de demarcación entre dos épocas: “¿Quién
podrá soportar el Día de su venida?, ¿Quién se tendrá en pie cuando
aparezca?” (v. 2). Deberá realizar un acto de redención, purificando
la maldad de los hombres a través de un baño de fuego. El texto
utiliza, en efecto, dos expresiones para designar su obra: “lejía de
lavandero” y “fuego de fundidor”. De esta catarsis radical nacerá un
pueblo nuevo que podrá ofrecer a Dios un culto perfecto, “una
oblación de justicia” (v. 3), “agradable al Señor” (v. 4).
Si
Mt
11,10
y
Lc
7,27
aplican
este
texto
de
Malaquías
a
Juan
Bautista,
el
mensajero
que
prepara
el
camino
al Mesías,
la liturgia
de hoy
ve
en
este
solemne
ingreso
del
“Ángel
de
la
Alianza”
al
Templo,
al
mensajero
perfecto
de
Dios,
al
Cristo,
que
entra
y
toma
posesión
del
Templo
de
Sión,
cuarenta
días
después
de
su
nacimiento,
a
través
del
ritual
de la
ofrenda
del
primogénito
a
Dios
(Ex
13,2.12.15).
La
segunda
lectura
(Hb
2,14-18)
afirma
solemnemente
la
participación
plena
de
Cristo
en
la
condición
y
el
destino
humanos,
caracterizados
por
la fragilidad,
la
miseria
y la
corrupción,
y
que
el
texto
sintetiza
con
dos
palabras:
“carne
y
sangre”
(v.
14).
Cristo
ha sido
solidario
plenamente
con
sus hermanos,
“los
hijos
de
Dios”,
participando
de
esta
condición
sin
ningún
privilegio
o
salvoconducto,
hasta
llegar
a la
condición
extrema
de
la
muerte.
El
texto
considera
la
muerte
no
simplemente
como
un hecho
biológico,
sino
como
una
realidad
trágica
que
pone
fin a
los
proyectos
históricos
y
rompe
todas
las relaciones
vitales.
De
aquí
nace
ese
miedo
primordial
y
fundamental,
“el
temor
a la
muerte”,
que
paraliza
al hombre
y lo
hace
esclavo,
y
que
se
hace
presente
y
se
encarna
en
todos
nuestros
miedos.
El
texto,
utilizando
creencias
y
esquemas
del
ambiente
judeo-helenístico
de
la
época,
habla
de la
muerte
en
relación
con
el
pecado
y
con
el
gran
protagonista
misterioso
del
mal:
el
diablo
(Sab
2,24).
La
solidaridad
de
Jesús
con
la historia
de
sus
hermanos,
esclavos
del
miedo
a la
muerte,
cambia
radicalmente
el
sentido
de
la
muerte
porque
él
la
vive
no
como
tragedia,
sino
como
fruto
de
su
fidelidad
a
Dios
y
como
expresión
de
la
máxima
comunión
de
amor
con
los
hombres.
La
muerte
es
despojada,
desde
dentro
de
ella
misma,
de
su
fuerza
esclavizante.
De
este
modo
Jesús
ha
podido
“liberar
a
cuantos
por
temor
a la muerte,
estaban
de
por
vida
sometidos
a la
esclavitud”
(v.
15).
Por
su
fidelidad
y
su
solidariedad,
Jesús
se
ha
convertido
en
“Sumo
Sacerdote”
fiel
y
misericordioso,
acreditado
ante
Dios
para
expiar
los
pecados
del
pueblo
(v.
17).
Pero
la
diferencia
con
los
antiguos
sacerdotes
de
Israel
es
radical.
Mientras
aquellos,
para
realizar
su
función
mediadora
sacerdotal,
tenían
que
separarse
ritualmente
del
mundo
profano
de
los
demás
hombres
para
acercarse
a
Dios,
Jesús,
el
nuevo
y
eterno
Sumo
Sacerdote,
ha
realizado
un
proceso
inverso:
él
se
ha inmerso
y
se
ha hecho
solidario
con
todos
los
hombres,
no
en
modo
ritual
sino
existencial,
hasta
llegar
al
punto
máximo
de
descenso
y humillación,
hasta
la muerte.
A
este
movimiento
de abajamiento,
corresponde
la exaltación
de
parte
de
Dios
en
la
resurrección.
De
este modo,
el
Cristo
Resucitado,
Sumo
Sacerdote,
“habiendo
sido
probado
en
el
sufrimiento,
puede
ayudar
a los
que
se
ven
probados”
(v.
18).
El
evangelio
(Lc
2,22-40),
utilizando
como
trasfondo
algunos
ritos
y leyes
de
Israel,
describe
la inesperada
acción
de
Dios,
que
redimensiona
el
valor
de
las
ceremonias
antiguas
y hace
surgir
el
testimonio
profético
de
Simeón
y de
Ana,
quienes
identifican
a aquel
niño
con
el
Mesías.
Solamente
a
través
de
la acción
del
Espíritu
aquellos
ritos
hebreos
alcanzan
su
plenitud
y
su
auténtico
valor.
La
misión
de
Jesús,
el
consagrado
de
Dios,
se
prefigura
como
salvación
para
todos
los
pueblos,
no
sólo
para
Israel.
A
su
misión,
marcada
por
el
rechazo
y
el
dolor,
aparece
asociada
también
de
forma
misterioso
su
madre.
1.
El
contexto
ritual
hebreo
(vv.
22-24).
En
estos
tres
primeros
versículos
se
repite
tres
veces
el
término
“Ley”,
una
vez
en
cada
versículo.
Esta
simple
indicación
terminológica
nos
hace comprender
que
el
ambiente
en
el
que
se
desarrolla
la narración
es
el
de la
religiosidad
hebrea
fundada
en
la fidelidad
a la Ley
del
Señor.
Pablo
dirá
que
Jesús
“nace
bajo
la Ley”
(Gal
4,4),
aunque
no
es
la ley
quien
salva,
sino
él,
como
lo indica
su nombre:
“Jesús”
(Yahvéh
salva)
(Lc
2,21).
Lucas
mezcla
dos
ritos:
la
purificación
de
la
madre
(Lv
12,1-8)
y la
presentación
del
primogénito
(Ex
13,2.12),
y describe
el
hecho
sin
mucha
precisión
diciendo:
“cuando
se
cumplieron
los
días
de
la purificación
de
ellos”
(v.
22).
La
descripción
esfumada
e
imprecisa
de
los
ritos
judíos
muestra
que
el
interés
de
Lucas
es la
revelación
mesiánica
del
niño.
Las
familias no
debían
necesariamente
ir a
Jerusalén
para
estos
ritos.
Colocando
estos
acontecimientos
en
Jerusalén,
el
evangelista
quiere
subrayar
que
Jesús,
el
Mesías
entra
como
primogénito
en
el
Templo,
el
espacio
sagrado
en
el
que
se
cumplen
las
promesas
mesiánicas.
2.
El
“justo
y
piadoso”
Simeón
(vv.
25-25).
Simeón
es
presentado
como
el
modelo
del
hombre
religioso
del
Antiguo
Testamento.
Su figura
aparece
asociada
al
Espíritu
Santo:
en
él
estaba
el
Espíritu
Santo
(v.
25),
el
Espíritu
Santo
le había
revelado
que
vería
al
Mesías
antes
de
morir
(v.
26) y
es
el
Espíritu
Santo
el
que
lo
empuja
a
ir al
Templo
en
el
momento
que
llevan al
niño
(v.
27).
El
encuentro
de
Simeón
con
el
niño no
es,
pues,
una consecuencia
del
cumplimiento
de
los
rituales
de
la ley
hebrea,
sino
un fruto
de
la
acción
del
Espíritu.
El
abrazo
con
el
que
Simeón
acoge
a Jesús
(v.
28)
evoca
la
espera
ansiosa
del
Antiguo
Testamento
y
el
encuentro
entre
el antiguo régimen
de la
salvación,
que
está llegando
a
su
fin y
al
cual
pertenece
Simeón,
y el
nuevo,
que
está
por
comenzar
a través
de
la
misión
del
Mesías.
El
cántico de Simeón, el Nunc dimittis, proclama el significado de la
misión del niño y ofrece una interpretación profunda de los
acontecimientos que Lucas está contando. Simeón puede ahora “irse en
paz”. Después de haber encontrado al “Cristo, Señor” (v. 26), ha
experimentado el shalom, la paz mesiánica que ya habían cantado los
ángeles en ocasión del nacimiento del niño (Lc 2,14) y que significa
plenitud de vida y de salvación. El don de la paz, que hace que Simeón
acepte la muerte, corresponde a la experiencia de la salvación: “mis
ojos han visto tu salvación” (v. 30). Una salvación que se realiza con
el nacimiento y la misión del Mesías y que se extiende a “todos los
pueblos” (v. 31), respetando siempre el diverso papel histórico de
Israel y del resto de la humanidad. Mientras que en relación con los
pueblos paganos esta salvación es “luz para iluminar a los gentiles”, en
relación con el antiguo pueblo de Dios es “gloria de tu pueblo, Israel”
(v. 31). Para los primeros es luz que ilumina su camino, para los
segundos es gloria, es decir, manifestación histórica de Dios.
El
anciano
bendice
a
los
padres
del
niño y
luego
se
dirige
en
modo
particular
a
María
con
un
oráculo
que
tiene
que
ver
no
sólo
con la
misión
del
niño,
sino
también
con
el futuro
de
la
madre
(vv.
33-35).
El
ministerio
de Jesús
pondrá
de
manifiesto
la
contradicción
que
se
da
en
el
pueblo
de
Israel,
entre
la
espera
de
la
venida
de
Dios
mediante
la
misión
del
Mesías
y
el
rechazo
que
concretamente
se
produce
frente
a
él.
A
María,
“una
espada le
atravesará
el
alma”
(v.
35).
Aquí
espada
no indica
el
juicio
de
Dios
como
en
otros
textos,
sino
el
sufrimiento
de
la
madre
a causa
de la
misión
del
hijo.
La
misión
de
Jesús,
marcada
desde
el
inicio
por
el
rechazo
y
la
contradicción,
culminará
con
su
condena
y
su
muerte
en
la cruz.
La
misión
del
Mesías
como profeta
rechazado
marcará
dolorosamente
también
la existencia
de
su
madre.
3.
La
profetisa
Ana
(vv.
36-38).-
Se describe
su
condición
social
y
su
profundidad
espiritual.
Su
ancianidad
es
signo
de sabiduría.
Es
la única
mujer
en
el
Nuevo
Testamento
a la
cual
se
le asigna
el
título
de
“profetiza”.
Al justo
Simeón
se asocia
la figura
femenina
de
Ana,
quien
a
pesar
de
ser
profetiza,
no
se
presenta
ofreciendo
ningún
oráculo.
Solamente
“alababa
a
Dios
y hablaba
del
niño a
todos
los
que
esperaban
la redención
de
Israel”
(v.
38).
Esta
mujer
de
oración
y
de alabanza permanente,
logra
intuir
el
momento
decisivo
que
se
está
realizando
en
la
historia.
No
profetiza
en
sentido
estricto,
sino
que
proclama.
Ana
se
coloca
así
en
la historia
como
alguien
que
supera
lo antiguo
para
asumir
la
misión
de los
tiempos
nuevos:
el anuncio
de
la
redención.
El
Mesías se ha presentado en el Templo formando parte de una historia, de
una familia, de una cultura, realizando un rito que santifica y exalta
nuestra humanidad. Delante del ingreso solemne del Mesías al Templo de
Sión, han resonado dos testimonios de fe de la antigua alianza
celebrando la realización de la esperanza. En un momento histórico
dramático de la humanidad, cuando los potentes de la tierra pretenden
presentarse como salvadores del mundo utilizando la fuerza de la guerra
y de la violencia, el verdadero Mesías Salvador se presenta pobre y
desprovisto de poder, pero como el único capaz de purificar el mundo con
la fuerza del amor y de la justicia en favor de “todos los pueblos”.
Fuente:
Mons. Silvio José Báez, o.c.d