«Levántate y vete; tu fe te
ha salvado»
Las Lecturas de hoy nos hablan
de dos sanaciones: una narrada en el Antiguo Testamento -la del leproso
Naamán- y otra del Nuevo Testamento -la de los diez leprosos.
Con motivo de estos textos es
bueno referirnos a las maneras en que Dios puede sanar. Vemos cómo en
la Primera Lectura (2Re. 5, 14-17) el Profeta Eliseo manda a
Naamán a bañarse siete veces en las aguas del río Jordán y, luego de
hacerlo -dice la Escritura- “su carne quedó limpia como la de un
niño”.
Por cierto no está esto en la
parte del texto que hemos leído hoy, pero Naamán, que era el general del
ejército de Siria, hombre poderoso y engrandecido, llegó con toda pompa
y poder a Israel y se sintió ofendido porque el Profeta Eliseo no lo
había recibido y solamente le mandó a decir que se bañara en el Jordán.
Naamán se disgustó y cuando se disponía a volverse a su país, diciendo
que los ríos de Siria eran mejores que los de Israel, sus servidores lo
convencieron de hacer lo que el Profeta le había indicado.
En este caso vemos a Dios
sanando a una sola persona (Naamán) a través de un instrumento suyo (el
Profeta Eliseo), sin siquiera estar éste presente, con unas
instrucciones muy precisas (bañarse 7 veces en un río).
En el caso de la curación de los
10 leprosos del Evangelio es una sanación colectiva, hecha directamente
por Dios (por Jesucristo), sin estar El presente mientras la sanación
sucedía (recordemos que los leprosos se sanaron mientras iban a
presentarse a los sacerdotes).
Otras veces Jesucristo sanó -por
ejemplo- utilizando barro para untar en los ojos de un ciego; es decir,
utilizando una sustancia (Jn. 9, 1-41).
Otras veces dando una orden:
“Levántate, toma tu camilla y anda” (Mt. 9, 6), le dijo a un
paralítico.
O también como al criado del
Oficial romano, a quien sanó sin siquiera ir hasta donde estaba el
enfermo (Mt. 8, 5-12).
O como a la hemorroísa a quien
sanó al ella tocar el manto de Jesús (Mt. 9. 20-22).
Otras veces fueron los Apóstoles
los instrumentos que el Señor usó para sanar, como leemos en los Hechos
de los Apóstoles (Hech. 3, 3-7).
Todos estos ejemplos son para
indicar que Dios es Quien sana, y que Dios sana a quién quiere, dónde
quiere, cuándo quiere y cómo quiere... porque Dios es soberano.
Es decir: es dueño de nuestra vida y de nuestra salud. Y nuestra Fe
consiste, no sólo en creer que Dios puede sanarnos, sino también en
aceptar que El es soberano para sanarnos o no, y también para escoger
la forma, el medio, el momento en que nos sanará.
Es así como Dios podría sanarnos
milagrosamente. Hoy también se dan los milagros -“aunque Ud. no lo
crea”-. Y cuando el Señor actúa así (extraordinariamente) lo hace para
vitalizar la Fe de las personas: la del mismo enfermo, la de las
personas alrededor de éste y la de los que reciban ese testimonio.
Dios sigue haciendo milagros hoy
en día. Para cada canonización la Iglesia Católica requiere de un
milagro comprobado. Para nombrar sólo un caso: en el proceso de
beatificación de la Madre Teresa de Calcuta, se dio a conocer un milagro
impresionante, no sólo por la gravedad de la enferma, sino porque la
curación tuvo lugar en un asilo de las Hermanas de la Caridad,
congregación fundada por ella, sucedió el día aniversario de su muerte,
es decir de su llegada al Cielo y, adicionalmente, habiéndosele colocado
a la paciente un escapulario que había estado en contacto con el cuerpo
de nuestra futura santa, la Beata Teresa de Calcuta.
Sin embargo, en toda sanación el
principal milagro es la conversión. Naamán -el leproso de la Primera
Lectura- se convirtió al Dios de Israel: reconoció que no había otro
Dios. El Señor suele acompañar sus sanaciones de un llamado a la
conversión: “Tus pecados te son perdonados” - “Tu Fe te ha
salvado” - “No peques más” - etc.
El Señor sana y sigue sanando.
Sana cuerpos y sana almas. No importa el medio que use: puede hacerlo
directamente, o a través de un instrumento escogido por El, o a través
de médicos y medicinas. Pero sucede que la mayoría de los médicos creen
que ellos son los que sanan, sin darse cuenta que también ellos son
instrumentos de Dios, pues si Dios, que es soberano, no lo quisiera,
tampoco se sanarían sus pacientes.
Quien sana es Dios. Y si algún
enfermo sana a través de alguna persona, es porque Dios ha actuado.
Jesucristo sanó directamente y realizó toda clase de milagros, no sólo
de sanaciones, sino de revivificaciones, que son manifestaciones más
extraordinarias aún que las curaciones. Y, además, realizó el más
grande de los milagros: su propia Resurrección.
Por eso con el Salmo 97
alabamos al Señor por las maravillas que hace, porque nos muestra
su lealtad y su amor y nos da a conocer su victoria.
Es importante tener una Fe, una
Fe que cree que Dios es Todopoderoso y, además, soberano. Una Fe que
acepta la Voluntad de Dios, que acepta que seamos sanados o no. Una Fe
que, si se trata de que seamos sanados, acepta la sanación en la manera
que Dios escoja. Una Fe agradecida, como la de Naamán, que alaba a
Dios, construyéndole un altar, y como la del leproso que regresa a dar
gracias a Jesús. Una Fe que recuerda que la principal sanación es la
sanación del alma, que luego de una enfermedad física o de una
enfermedad espiritual, nuestra alma queda re-establecida en Dios.
Que sepamos ser agradecidos,
para que el Señor pueda decirnos, como al leproso del Evangelio que se
regresó a dar las gracias: “Tu Fe te ha salvado”.
Pero la Fe debe, además, ser
capaz también de sufrir, como sufre San Pablo en la Segunda Lectura
(2Tim. 2, 8-13): “sufro hasta llevar cadenas como un malhechor”,
sabiendo que “la Palabra de Dios no está encadenada”.
Todo lo contrario, la Palabra de
Dios cobra fuerza en la persecución, pues el sufrimiento hace
fructificar la gracia. La sangre de los mártires, se ha dicho desde el
comienzo de la Iglesia, riega la semilla de nuevos seguidores de
Cristo. Por eso San Pablo es capaz de aceptar el sufrimiento de la
persecución y la cárcel por amor a Cristo y a los elegidos, “para
que ellos también alcancen las salvación y la gloria eterna”.
Es nuestro ejemplo en la
evangelización: llevar la Palabra de Dios a quien quiera aceptarla, con
prudencia, pero sin temer las consecuencias, porque “si morimos con
El, viviremos con El. Si nos mantenemos firmes, reinaremos con El. Si
lo negamos, El también nos negará. Si le somos fieles, El permanece
fiel”
“Que donde haya error, pongamos Verdad”.
“Que donde haya tinieblas, pongamos Luz”.
“Que donde haya duda, pongamos Fe”.
“Que donde haya desesperación
pongamos Esperanza”.
“Que donde haya odio,pongamos Amor”.
(cf. Oración San Francisco de Asís)
Fuente: http://www.homilia.org/ .