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Rompiendo Fronteras

El breve diálogo entre Jesús y un enfermo de lepra concluye con la milagrosa curación de éste (Evangelio). El enfermo tenía que vivir sólo y apartado de todos los demás como leemos en las claras y severas prescripciones del libro del Levítico (Primera Lectura). Solamente mediante la declaración oficial del sacerdote, después que éste lo hubiera examinado, podría reinsertarse en la comunidad. Otros problemas distintos pero con cierto sabor veterotestamentario, vemos en la comunidad de Corinto respecto a la licitud o no de comer la carne sacrificada en los templos paganos que era usualmente vendida en el mercado. El apóstol de los gentiles nos deja una regla de oro para poder discernir cómo vivir la fe en la vida cotidiana: «hacedlo todo para la gloria de Dios» y para la edificación de los hermanos («no dar escándalo»). San Pablo mismo se coloca como ejemplo ante los demás. Pues bien, el ejemplo que nos da Jesucristo en el pasaje de San Marcos es maravilloso: ir más allá de las apariencias y salir al encuentro de la realidad más profunda que esclaviza al hombre: «el pecado». Sólo en el encuentro con Aquel que es el «Rostro vivo de Dios» podremos sanar nuestros corazones destrozados por nuestros pecados y volver así a la anhelada comunión con el Padre en el Espíritu Santo.  

La enfermedad de la lepra

En todas las épocas la lepra ha sido una enfermedad con dolorosas consecuencias sociales. Los enfermos de lepra no sólo padecen un mal que los va carcomiendo y desfigurando, sino que sufren la segregación por parte de la sociedad. Tal vez lo más doloroso para los enfermos de lepra es ver dibujarse un gesto de desagrado en el rostro de los hombres que se acercan a ellos y comprender así que infunden repugnancia por su sola presencia. Todo esto era especialmente grave en Israel, pues la enfermedad adquiría también una dimensión religiosa: «la impureza». Es lo que leemos en el libro del Levítico que contiene una serie de leyes para el culto y la vida cotidiana para que el pueblo de Israel viviera rectamente ante Dios. El libro del «Levítico» debe su nombre a los sacerdotes que estaban encargados del culto divino y que pertenecían a la tribu o al clan de Leví. La ley era clara y ordenaba al infectado que anunciase su llegada ante los demás y que permaneciese aislado del resto. El enfermo de lepra quedaba así excluido del culto, pues se consideraba indigno de presentarse ante Dios mismo. El hombre que sufría esta enfermedad perdía completamente la estima de sí mismo.

«¡Hacedlo todo para gloria de Dios!» 

San Pablo nos señala, en su carta a los Corintios, el modo concreto para poder presentarnos ante el Señor: «hacerlo todo para gloria de Dios». Todo ha de hacerse para agradar a nuestro Padre.  Y como lo que más le agrada es que vivamos al amor unos con otros, tal ha de ser nuestra principal preocupación. Recordemos que aquí estaría la solución- ¡la única!- de todos los problemas personales, sociales e internacionales. Y que en vano se buscarán soluciones sin la caridad en los grandes foros internacionales. Todo será inútil, nos decía el Papa León XIII en su famosa encíclica Rerum Novarum (1891), sin «una gran efusión de caridad». Es lo mismo que nos dice Benedicto XVI en su primera carta encíclica: «El amor- caritas- siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo» (Benedicto XVI. Deus caritas est, 28). 

 «¡Si quieres, puedes limpiarme!»

El Evangelio de San Marcos en este primer capítulo nos presenta tres episodios en que asistimos al poder de Jesús de expulsar los demonios y sanar a los enfermos. Por su orden ellos son la liberación de un hombre poseído por un demonio en la sinagoga de Cafarnaúm, la curación de la suegra de Simón de la fiebre que la tenía postrada y la curación de un leproso. El Evangelio de hoy nos presenta este último episodio. El relato comienza abruptamente, sin indicar ninguna circunstancia y sin vinculación alguna con lo anterior: «Se le acerca un leproso suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: 'Si quieres, puedes limpiarme'». Fijemos nuestra atención en la actuación del leproso. Él se pone a los pies de Jesús en actitud de profunda oración: «Puesto de rodillas». El Evangelio dice que en esa actitud «le suplicaba». Habríamos esperado una oración más o menos como ésta: «Señor, límpiame de la lepra». Pero en esta oración él habría expresado su propia voluntad. Su oración es mucho más perfecta; él prefiere que se haga la voluntad de Jesús, seguro de que eso es lo mejor para él. Por eso su oración es esta otra: «Señor, si tú lo quieres, puedes limpiarme».

Con sólo presentarse a la vista de Jesús ha dejado en evidencia su desdicha: dolor físico y moral, oprobio, segregación social y exclusión del culto. Todo esto, como ya hemos visto,  entrañaba la lepra. No necesita decir nada; confía en que Jesús todo esto lo comprende. Y no exige nada sino que deja a Jesús libre de hacer su voluntad: «Si quieres». Es como si orara ya en la forma que Jesús nos enseñará a hacerlo: «Hágase tu voluntad»; o como oraba el mismo Jesús: «No lo que yo quiero sino lo que quieras tú... hágase no mi voluntad sino la tuya»(Mc 14,36; Lc 22,42).

El leproso no hace prevalecer su voluntad. Quiere que se haga la voluntad de Jesús. Pero en una cosa es firme y muy claro: «Tú puedes limpiarme». Tiene fe en el poder de Jesús. Es importante destacar que según la mentalidad judía, tal potestad respecta a la lepra estaba reservada a Dios, que la comunicó a veces a algunos de sus profetas, como Eliseo, por ejemplo (ver 2 Re 5,1-19). La fe del leproso es lo que conmueve a Jesús. No puede dejar de actuar a favor de quien cree tanto: «Extendió su mano, le tocó y le dijo: 'Quiero; queda limpio'. Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio».

Para comprender la admirable oración de este leproso, podemos compararla con la que dirige a Jesús el padre de un niño endemoniado: «Si algo puedes, ayúdanos, compadécete de nosotros» (Mc 9,22). Esta no es una oración confiada y, si no hubiera sido rectificada, no habría obtenido nada. Jesús quiere suscitar un acto de fe: «¡Qué es eso de si puedes! ¡Todo es posible para el que cree!". Entonces el padre rectifica su oración: "¡Creo, pero ayuda mi poca fe!"»(Mc 9,23-24). Entonces Jesús se compadeció y liberó a su hijo de su mal. Podemos decir que el leproso se ha puesto en la escuela de Santa María. La oración de ella en las bodas de Caná es el modelo que él imita. En esa ocasión María presenta a Jesús la necesidad: «No tienen vino» (ver Jn 2,1-11). Lo hace porque tiene fe en que Él puede remediarla. Pero se somete totalmente a su voluntad. Por eso dice a los servidores: «Haced lo que él os diga».

Jesús se compadeció

Son pocos los textos del Evangelio en que se nos revelan los sentimientos internos que mueven a Jesús. Este es uno de ellos. «Compadecido de él...» (Mc 1,41).  De una mirada, Jesús comprendió el dolor físico y moral de este hombre y sintió compasión de él. Y para que el leproso no sintiera ningún rechazo, Jesús «extendió la mano y lo tocó», ¡al que era considerado impuro y nadie podía pasar cerca de él! Jesús nunca obra las curaciones de modo mecánico, como haciendo un alarde de su poder. Jesús se siente profundamente comprometido con el dolor ajeno y cura a los enfermos porque antes ha sentido compasión. El milagro de la curación es una expresión de su misericordia. Este punto impresionaba tanto a los contemporáneos de Jesús que a él se aplicó la antigua profecía de Isaías: «El tomó todas nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8,17). Todo esto lo vemos en la vida de Jesús, no sólo en su pasión y muerte, sino en su compasión hacia los que sufren.

Jesús responde a la súplica del leproso con dos frases: «Quiero» y «queda limpio». La primera es expresión de su voluntad y está corroborada por su actitud de acogida y por su compasión. La segunda es una palabra eficaz, de ésas que puede pronunciar sólo Dios, y queda confirmada por la secuencia del relato. Todos estamos llamados a seguir a Jesús e imitar su conducta en esa primera parte; en esta segunda, en cambio, no podemos seguirlo, a menos que él mismo nos confiera su poder. Por eso, cuando Jesús nos quiere enseñar el amor fraterno y para hacerlo nos propone la parábola del buen samaritano, describe la actitud de éste de dos maneras: «Tuvo compasión» (mientras los otros pasaban de largo al lado del herido) y «practicó con él la misericordia». Esto es nuestro deber de cristianos. Lo manda Jesús a todos en la enseñanza conclusiva de la parábola: «Vete y haz tú lo mismo» (ver Lc 10,29-37).

Una palabra del Santo Padre:

«En su himno a la caridad (cf. 1 Co 13), San Pablo nos enseña que ésta es siempre algo más que una simple actividad: « Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve » (v. 3). Este himno debe ser la Carta Magna de todo el servicio eclesial; en él se resumen todas las reflexiones que he expuesto sobre el amor a lo largo de esta Carta encíclica. La actuación práctica resulta insuficiente si en ella no se puede percibir el amor por el hombre, un amor que se alimenta en el encuentro con Cristo. La íntima participación personal en las necesidades y sufrimientos del otro se convierte así en un darme a mí mismo: para que el don no humille al otro, no solamente debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona.

Éste es un modo de servir que hace humilde al que sirve. No adopta una posición de superioridad ante el otro, por miserable que sea momentáneamente su situación. Cristo ocupó el último puesto en el mundo —la cruz—, y precisamente con esta humildad radical nos ha redimido y nos ayuda constantemente. Quien es capaz de ayudar reconoce que, precisamente de este modo, también él es ayudado; el poder ayudar no es mérito suyo ni motivo de orgullo. Esto es gracia. Cuanto más se esfuerza uno por los demás, mejor comprenderá y hará suya la palabra de Cristo: «Somos unos pobres siervos» (Lc 17,10). En efecto, reconoce que no actúa fundándose en una superioridad o mayor capacidad personal, sino porque el Señor le concede este don».

Benedicto XVI.  Deus caritas est, 34-35.

 

' Vivamos nuestro domingo a lo largo de la semana

1. La fe del leproso es la que vemos también en Santo Tomás Moro (1478-1535) que desde la cárcel y a punto de ser conducido al martirio escribía a su hija Margarita: «Ten buen ánimo, hija mía, y no te preocupes por mí, sea lo que sea que me pase en este mundo. Nada puede pasarme que Dios no lo quiera. Y todo lo que él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor». ¿Yo tengo esa fe ante las dificultades de la vida?

2. El pecado, en el sentido moral (espiritual), significa la alteración y descomposición interior del hombre. Se podría definir como «la lepra del alma». Acudamos con humildad al Señor de la Vida para que sea Él quien realmente nos cure.   

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 517-518. 547-550, 1511-1523.