El amor nos hace reconocer la
presencia del Señor
Jesús resucitado sorprendió varias
veces a sus Apóstoles y discípulos apareciéndoseles en las maneras más
inesperadas. Una de estas apariciones, la tercera, fue en la playa del Lago
de Tiberíades. Nos la narra el Evangelio de hoy (Jn 21, 1-19). Estaban siete
de ellos en una barca, regresando de una noche en que no habían pescado nada
y, al amanecer, “alguien” les dijo desde la orilla: “Muchachos, ¿han pescado
algo? ... Echen las redes a la derecha de la barca y encontrarán peces”.
Sorprende la docilidad de los Apóstoles quienes, sin la menor observación,
obedecieron en el acto. Y sorprende, porque todavía no se habían dado cuenta
que era “el Señor”. Puede haber sido que en su interior recordaran la otra
pesca milagrosa en el mismo Lago de Genesaret o Tiberíades, cuando Jesús aún
no había muerto y resucitado (Lc 5, 4-11). Y por eso obedecen a este
“desconocido” que les dice que hay pesca justo al lado de ellos.
¡Cuántas veces nos habla el Señor desde la orilla y no le reconocemos! Nos
pasa como a los Apóstoles, pero no hacemos como ellos, sino que nos damos el
lujo de despreciar las instrucciones del mismo Dios. Y -peor aún- cuántas
veces, sabiendo que es Él quien nos pide algo, no le hacemos caso,
francamente le decimos que no o le ponemos dificultades, diciéndole que
mejor dejamos el asunto para otro momento.
Pero el Señor siempre está a la orilla, esperándonos, esperando que nos
desocupemos de “nuestras cosas”, esperando que le reconozcamos, que oigamos
su voz y atendamos sus instrucciones.
¡Cuántas veces nos desgastamos pescando por nosotros mismos en el mar de
nuestro quehacer diario, de nuestras preocupaciones cotidianas, de las
presiones del trabajo y de estudio, sin escuchar al Señor y sin aprovechar
su voz que nos guía! ¡Cómo se nos olvida que debemos buscar primero el Reino
de Dios y que todo lo demás se nos dará “por añadidura” (Lc 12, 31), todo lo
demás se nos dará como bonificación extra, si realmente primero buscamos a
Dios y hacemos su Voluntad!
Nos dice este relato que pescaron 153 peces y se impresiona el Evangelista
San Juan, uno de estos pescadores, porque “a pesar de que eran tantos, no se
rompió la red”. Milagro grande la pesca abundante, milagro pequeño que la
red resistiera.
No siempre Dios interviene en forma que podamos decir sea milagrosa. Pero
Dios siempre está presente y si nos fijamos bien, nos suceden una serie de
“coincidencias”, que son como pequeños milagros en que Dios permanece
anónimo... si no nos damos cuenta de su presencia, si estamos tan ciegos que
no vemos su intervención. Y la ceguera nos viene porque tenemos puestos los
lentes opacos de la mundanidad, que no nos dejan ver las manifestaciones de
Dios en nuestra vida.
Pero... volvamos a nuestra escena evangélica: la red llena de peces. ¿Se
habrán recordado los cinco Apóstoles que en el momento que Jesús les pidió
que lo siguieran, les había prometido hacerlos “pescadores de hombres”? (Mt
4, 19 y Mc 1, 17).
¿Se habrá recordado San Pedro que enseguida de la otra pesca milagrosa Jesús
le ratificó lo mismo a él personalmente: “serás pescador de hombres”? (Lc 5,
10). ¿Habrán intuido los Apóstoles la relación entre esta pesca de peces y
la pesca de hombres que tendrían que comenzar ahora?
El hecho es que Juan, el más joven, el discípulo amado, se da cuenta de
quién es el hombre en la playa: “¡Es el Señor!”. Y San Pedro, el impetuoso,
le pareció que para ver de nuevo a Jesús Resucitado era demasiado largo el
tiempo que tomaba llevar la barca a la orilla... y saltó al agua.
¿Nos apuramos nosotros y saltamos rápidamente, para encontrarnos con el
Señor en la oración, en la Comunión, en la Confesión… o le damos larga a
nuestros encuentros con Dios, porque tenemos encuentros más interesantes o
cuestiones más importantes que hacer?
¡Qué delicadeza la del Señor! Los invita a desayunar. En la Ultima Cena les
sirvió lavándoles los pies. Aquí, el Resucitado, les tiene preparadas las
brasas para cocinar lo que habían pescado y pan para acompañar el pescado.
El Señor sabe que tiene que fortalecer la fe en su Resurrección a sus
“pescadores de hombres” y no sólo les cocina, sino que come con ellos para
que se den cuenta que no es un espíritu, sino que es El mismo vuelto a la
vida (Lc 24, 39). Pero debemos darnos cuenta -como se dieron cuenta los
Apóstoles- que Jesús no tiene la misma vida que tenía antes, sino a una vida
gloriosa. ¡Es Cristo Resucitado, anuncio de nuestra futura resurrección!
Y no sólo comparte con ellos este desayuno playero a orillas del lago, sino
que aprovecha esta aparición suya, para dejarles instrucciones muy
importantes.
A San Pedro le pregunta: “¿Me amas más que éstos?”. Y no se lo pregunta una
sola vez, sino tres. Triple requerimiento de amor que se contrapone a la
triple negación que Pedro le hizo durante la Pasión. Y Pedro se entristeció,
nos dice el Evangelio.
¿Por qué el dolor de Pedro? Debe haber recordado, por supuesto, cuando le
dijo a Jesús que estaba dispuesto a morir por Él, cuando le aseguró que
nunca lo negaría. Y ¿por qué no pudo cumplirle? Porque se confió en sus
propias fuerzas. Y al tener miedo de correr la misma suerte que Jesús, niega
haberlo conocido. Debe haberse dado cuenta de la seguridad que ahora el
Señor le requería, cuando lo estaba dejando encargado del rebaño: “Apacienta
mis corderos... Pastorea mis ovejas ... Apacienta mis ovejas”.
Y ¿nosotros? ¿Podemos decirle al Señor que sí lo amamos, que sí nos
entregamos a Él y a su Voluntad... sea cual fuere? ¿Sea que nos quiera hacer
pastores o que nos quiera hacer ovejas fieles? ¿Sea que dejemos aquel pecado
al que estamos apegados y que no nos deja libres para seguirle... sea que le
sigamos con esa cruz que nos es pesada porque no la hemos abrazado como Él
abrazó la suya?
¿Podremos responderle como Pedro: tres veces, sí te amo, Señor? ¿Nos
entristecemos como Pedro por tantas veces que hemos entristecido a Jesús?
¿Tenemos miedo de prometer como Pedro que nunca negaría al Señor y que
estaba dispuesto a morir con Él, y no cumplir?
Puede ser, porque sabemos que nuestro sí de hoy no es garantía segura, pues
somos débiles, pero confiando en la gracia divina y realmente queriendo ser
fieles a Dios, la guerra está ganada, aunque en la lucha contra el pecado
perdamos una que otra batalla.
Y recordemos que el Señor no espera que seamos impecables, sino que,
confiados en Él, pongamos todo nuestro deseo y volvamos a Él cada vez que
perdamos una batalla contra el pecado, acogiéndonos a su Misericordia
Infinita en el Sacramento de la Confesión.
Sobre todo, tengamos muy en cuenta que, en la lucha contra las tentaciones,
no podemos confiar en nosotros mismos. Nos puede suceder como a Pedro. En
realidad, no podemos confiar en nosotros mismos para nada. Siempre orar,
pero más que nunca en la tentación. “El que ora se salva y el que no ora se
condena” (San Alfonso María de Ligorio).
Mientras el Evangelio nos muestra a Cristo Resucitado, revelándose en la
tierra a sus Apóstoles, en la Segunda Lectura del Libro del Apocalipsis (Ap
5, 11-14), el mismo Apóstol San Juan, uno de los pescadores de ese día en el
Lago de Tiberíades, testigo de Cristo Resucitado en la tierra, nos narra la
visión que tuvo del momento de la entrada del Cordero inmolado al Cielo,
ahora glorioso.
Por Él y por Dios Padre (“el que está sentado en el Trono”) cantan todas las
criaturas, del Cielo y de la tierra, toda la creación: “alabanza, honor,
gloria y poder, por los siglos de los siglos”.
“Y los cuatros vivientes respondían: ‘Amén’.” (Aunque para algunos los
cuatro vivientes son la representación de los cuatro Evangelistas, la
interpretación más coherente y teológica, dado que éstos seres dirigen la
Liturgia Celestial, es que ellos simbolizan cuatro aspectos de Jesús: León,
venció el León de la Tribu de David; Novillo –fue ofrecido en sacrificio:
Hombre -Hijo del Hombre; Águila –subió al Cielo. Esta interpretación es la
de San Victorino y San Ambrosio, tomada del Curso sobre el Apocalipsis de
San Juan del Padre Alain Marie de Lassus de la Comunidad de San Juan) (*)
Y los veinticuatro ancianos” (el pueblo de Dios fiel) “se postraron en
tierra y adoraron al que vive por los siglos de los siglos”.
La Primera Lectura (Hech. 5, 27-32 y 40-41) nos muestra a un San Pedro
fortalecido, ya después de Pentecostés, sin miedo alguno, cumpliendo su
“Señor, Tú sabes que te amo”. Así, entregado a los designios divinos y
realizando su misión de Pastor, pudo responder claramente al jefe religioso
de los judíos, el Sumo Sacerdote, que presidía el Sanedrín, organismo máximo
de justicia civil y de asuntos religiosos en Israel:
“Primero hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”, le dice San
Pedro.Da testimonio de Jesús resucitado: “El Dios de nuestros Padres
resucitó a Jesús”. Culpa a los culpables de la muerte del Salvador de
Israel, con toda claridad y franqueza: “a quien ustedes dieron muerte
colgándolo de la cruz”.
¡Qué diferentes estos Apóstoles a los que vimos cuando la Pasión! Han
recibido ya el Espíritu Santo, que “Dios da a los que le obedecen”, tal como
nos dice San Pedro en este discurso. Y es así como no temen los castigos que
les puedan acarrear sus veraces respuestas y sus francos testimonios. Los
mandaron a flagelar, y más bien estuvieron “felices de haber sufrido esos
ultrajes por el nombre de Jesús”.
Cristo, entonces, requiere el amor de parte de todos sus seguidores, pero
más aún de los que van a ser sus pastores. Por supuesto, más aún de Pedro, a
quien dejaba como Pastor Supremo, como el primer Papa de su Iglesia.
¿Y qué amor requiere Cristo de nosotros y de sus pastores? Amor es entrega,
entrega absoluta a los designios de Dios y a su Voluntad. Entrega total
hasta desgastarnos -si fuera necesario- en el servicio a Él y a los demás,
en la pesca de hombres y mujeres, jóvenes y adultos, niños y ancianos, que
aún sigue y que nosotros debemos continuar, mucho más en este momento en que
parece necesario re-evangelizar al mundo que nos rodea, difundiendo, como
Cristo nos ha pedido, “la Buena Nueva a toda la creación” (Mc. 16, 15).
Fuente:
http://www.homilia.org/