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Nació Isidoro en la década de 1880,
lamentablemente no conocemos la fecha, ni el año, pues su edad era
imprecisa al momento de su muerte. Fueron sus padres Yonzwa y su madre
Inyuka, de religión pagana, como la mayoría de su aldea, Boangi. Tuvo
una hermana y un hermano. De su niñez poco se conoce, pues le
encontramos de nuevo en 1905, y entre los 20 y 25 años, empleado como
peón de albañil en una empresa de Obras Públicas en Mbandaka.
Un tiempo antes ya había comenzado su acercamiento al cristianismo, con
la correspondiente catequesis con los monjes trapenses, misioneros en
África. El 6 de mayo de 1906 recibe el Bautismo, y junto a su filiación
a Cristo por medio del Sacramento, recibe la filiación a la Santísima
Virgen por medio de su hábito: el Escapulario del Carmen. En noviembre
de ese mismo año recibe la confirmación y el 8 de agosto de 1907 se
acerca por primera vez a la Eucaristía. Todo y siempre de la mano de la
Madre de Dios, a quien profesa una ardiente devoción.
Poco tiempo después comenzó a trabajar en una empresa de
caucho propiedad de un belga de
nombre Longange, abiertamente opuesto a la Iglesia y los católicos,
racista (como eran casi todos en el siglo XIX) y de carácter violento.
Un día ve el escapulario que pende del cuello de Isidoro y le conmina a
que se quite ese “amuleto”. Isidoro no obedece, y a los pocos días,
viéndole de nuevo con el escapulario al cuello, manda le den 25 azotes.
Isidoro sufrió el castigo con paciencia, sin quejarse, pero sin quitarse
su amado hábito de María.
No le
importa al belga que Isidoro sea cumplidor con el trabajo, puntual,
íntegro, pues le puede el odio a la religión. Que Isidoro hable de Dios
a sus compañeros lo revuelve. En 1909 vuelve a ser golpeado por lo
mismo: el Escapulario. Pero el joven no se amilana ni se quita su
prenda. Enterado que Longange quiere librarse de él, va a su encuentro y
le dice: “No te he robado. No me he acercado a tu mujer ni a tus
concubinas. He hecho cuanto me has mandado. ¿Por qué quieres matarme?"
Al verse descubierto, Longange montó en cólera y mandó le golpeasen con
una pieza para domar elefantes, que es un cuero lleno de púas. El otro
negro se niega, y el mismo Longange tomó el flagelo y le golpea como un
poseso mientras le grita que deje el teatro, pida perdón y se quite
“esos trapos”. Pero el santo mártir calla y sufre. Longange le quita el
escapulario, lo pisotea y lo da a su perro, que lo destroza.
Le deja tirado en el suelo el belga, chorreando sangre, hasta que manda
lo metan en un calabozo lleno de ratas, por miedo a que se conozca lo
que ha hecho, y menos se entere un inspector de la empresa, de nombre
Potama, que estaba por la zona. En la improvisada cárcel sufre y reza
Isidoro hasta que un día logra escapar, arrastrándose. En ese estado lo
encuentra Moyá Mptsu, criado del inspector Potama. Isidoro le dice: "Si
ves a mi madre, si vas a casa del juez, si vas a la residencia del
padre, diles a todos que muero porque soy cristiano". Mas no muere, se
recupera de las heridas con unos amigos y una vez mejor, vuelve a su
rutina de piedad y enseñanza del catecismo. Pero Longange no está
tranquilo, su odio es satánico, y de nuevo le castiga brutalmente con el
látigo para elefantes. No logra matarle, entonces le arroja otra vez al
calabozo, en esta ocasión atado sujetado por los pies con dos argollas
de hierro. Todo por Cristo.
Ante una inspección, Longange manda se lleven a aquel desecho humano
para que no le vean herido. En una distracción de los negros que le
arrastran, Isidoro comienza a alejarse por un pantano, hasta un
embarcadero. Allí le acogen con espanto, pues las heridas se le pudren y
los gusanos hacen pasto con su cuerpo. El 25 de julio le visitan los
misioneros, que le confiesan y le dan la Eucaristía. Isidoro llora con
ellos y les cuenta la causa de su martirio: “El blanco no amaba a los
cristianos. No quería que yo llevara el hábito de María, el escapulario.
Me insultaba cuando rezaba". Y añade “no tiene importancia que yo muera.
Si Dios quiere que viva, viviré, si Dios quiere que muera, moriré. Me da
igual". El misionero le pregunta si odia a su agresor, y como buen santo
responde: “No estoy enojado contra el blanco, el que me haya flagelado
es asunto suyo, no mío. Sí, si muero pediré por él en el cielo".
El 15 de agosto, día grande de su amada Virgen María, escupe sangre y
pus, y aunque la fiebre y los dolores le consuman se levanta y participa
en las oraciones. Una vez vuelto a su rincón, muere con el rosario en
las manos. Los cristianos le entierran con la certeza de que ha muerto
por la fe. Con veneración ponen en sus manos el rosario y al cuello su
santo Escapulario. El 25 de abril de 1994, el papa San Juan Pablo II lo
beatificó. Aunque no perteneció directamente a la Orden del Carmen,
forma parte de ella como todos los que usan el Escapulario, y en su
caso, su amor por el hábito de la Madre de Dios le hace todo un
carmelita. Su memoria se celebra el 12 de agosto.
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